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26 de abril 2024
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OpiniónGerardo Castillo JavierGerardo Castillo Javier

El obstinado ascenso de la razón

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Y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.

Jesucristo

Cuando el alumno está listo, el maestro llega.

Proverbio Zen

La lectura del libro Grandes ideas de la ciencia (1969), del escritor norteamericano Isaac Asimov (1919-1992), me deparó no pocas satisfacciones y alguna que otra incertidumbre. La lúcida postura de Tales de Mileto (624 A.C.-546 A.C.) respecto a que «la razón humana es capaz de esclarecer la naturaleza de las leyes que gobiernan el universo» (p.9) me hizo recordar al profesor que me enseñó química durante el último año del bachillerato. La memoria hizo lo propio en el proceso de lectura y la imagen de aquel profesor resurgió como el contraste necesario con la actitud de Tales de Mileto ante el progreso del conocimiento a través de la razón. El profesor de química, un hombre corpulento de más de seis pies, solía manifestar su admiración y asombro ante la perspicacia de los hombres de ciencia y el progreso del conocimiento atribuyendo tales hitos y manifestaciones al favor de algún dios interesado en el desarrollo humano.

La lectura es una actividad que disfruto y a la que me entrego con una actitud receptiva y crítica. Incluso si leo ficción mantengo la misma actitud hacia el valor de los detalles y la relación que guardan los eventos, los nombres y los objetos que la narración va poniendo frente a mí. En lo que respecta al libro que me ocupa, por la naturaleza de su contenido y por el objetivo inicial, lo leí con aun mayor detenimiento y atención. Procuré, en todo momento, estar consciente de la estrategia del escritor para alcanzar su objetivo: más que documentar la evolución del conocimiento científico, humanizarlo. Y para ello, la biografía de cada científico jugó un papel vital, pues así se le muestra al lector que un teorema, una ecuación o un experimento nacen de personas comunes que han estudiado de forma extraordinaria.

 

 

Estados Unidos es un país fragmentado de varias maneras. Y esas fragmentaciones no están desvinculadas: las une una voluntad de poder. Es probable que lo que moviera a Isaac Asimov a «divulgar la ciencia y reducir la escritura de textos de ficción» (Ruíz, 2017) fuese la creciente tendencia estadounidense a ridiculizar la ciencia  y a los hombres y mujeres que a ella dedican la vida. La televisión y muchas de las producciones de Hollywood, caricaturizan con frecuencia la imagen del científico o del estudiante que sueña con llegar a serlo. En ese orden, los más recientes episodios de escarnio se produjeron durante la administración de Donald Trump.

El libro invita a la lectura. Está escrito de forma sencilla y como buen narrador, el autor adereza los datos «duros» de cada personaje con suficiente información sobre su vida y pensamiento. Así, lo humano difumina el halo que el no iniciado percibe en los hombres de ciencia y que algunos, como Pitágoras, alimentó y explotó. Sin embargo, la transparencia del texto podría tornarse translucidez u opacidad si el lector no se pone al día ante los tecnicismos inevitables.

El libro está organizado en dieciséis capítulos a través de los que, en apego a una cronología lineal, el autor pasea al lector por los períodos más significativos de la historia occidental del conocimiento, desde Tales de Mileto (624 A. C.-546 A. C) hasta Henry Norris Russel (1877-1957), y le permite apreciar el lento progreso (y por momentos efímero) de la victoria de la razón sobre los prejuicios, la ignorancia y los temores de la clase en el poder.

El lector atento podrá percibir el desarrollo del método científico a través de más de dos mil años y ciento treinta páginas.

Los capítulos son breves. Cada uno inicia con concisas alusiones biográficas al personaje de turno, lo que le permite a Asimov establecer la relación entre contexto y pensamiento y, en alguna medida, devolverle al aprendizaje y a la curiosidad por conocer su carga de cotidianidad. En la segunda parte del capítulo vuelve sobre vida y obra, pero pone el énfasis en la obra. Y en la tercera se centra en comentar los aportes del personaje y su relación con pasadas y futuras contribuciones al desarrollo de la ciencia y de su método.

 Tales de Mileto (639 A.C. 548 A.C)

A pesar de que la incertidumbre permea los datos que se tienen sobre muchos aspectos de la vida y obra de Tales de Mileto (algunos señalan que fue natural de Fenicia, otros que de Mileto) hay reconocimiento unánime respecto a que fue quien provocó el paso del mito al logos, es decir, de explicar los fenómenos como la voluntad de los dioses a entender que hay leyes a partir de las que pueden ser explicados y que el ser humano es capaz de conocerlas.

El solo hecho de que Tales llegara a la conclusión de que «el universo se conduce de acuerdo a ciertas “leyes de la naturaleza” que no pueden alterarse» (p.9) es suficiente para que aceptemos que la luz de la ciencia se asomaba y empezaba a aparecer como una silueta la línea de su horizonte. La afirmación de Tales lleva implícita la afirmación de Rubén H. Pardo (2000), citado por  el Dr. García Molina, en su libro El discurso  científico. Teoría y aplicación (2018, p.107) que dice: «la ciencia es esencialmente explicativa (…)», y añade: «…a los fines de lograr mediante ese saber un control tal sobre el fenómeno que nos permita “predecirlo”, vale decir, denominarlo». ¿Y no fue lo que hizo Tales al predecir el eclipse de Sol del 609 A.C.?       Como señalé, hay pasajes oscuros o muy difusos en la vida de Tales, pero no hay duda alguna de que sus desvelos por entender su entorno constituyen la más clara cimiente de lo que hoy es la ciencia.

En lo que respecta a explicar la composición del universo, Tales se equivocó. Sin embargo, acertó al observar y armar una teoría en el proceso de buscar las respuestas a sus preguntas sobre los movimientos de los astros. Su método le permitió explicar los eclipses de sol y de luna y predecirlos (p.5). Ahora bien, de todo cuanto sabemos de Tales de Mileto, lo que constituye su más importante legado es, tal vez más que la deducción, el hacer la pregunta correcta: ¿De qué está compuesto el universo? Y le sigue en importancia la forma en que procuró encontrar la respuesta: Observó su entorno y prescindió del mito. Sin ese paso, que es una postura, hoy no tendríamos ciencia, probablemente. De manera que, me atrevo a plantear que con la actividad de Tales de Mileto la humanidad alcanzó la mitad del método científico: Observar de forma sistemática, plantearse las preguntas pertinentes y crear una conjetura como posible respuesta, es decir, una hipótesis; lo que implica una teoría.

 

Pitágoras (569 A.C. 470 A.C.)

Las prácticas que se le atribuyen a Pitágoras me obligan a mirar en la complejidad de la naturaleza humana. Se dice que fue alumno de Tales, por quien sentía gran admiración. Sin embargo, también se afirma que la escuela que fundó era una especie de culto que, además de adorar al sol, estaba dedicado a la vida contemplativa y a la búsqueda del conocimiento. Una de sus prácticas, el carácter cerrado que con frecuencia caracteriza esa clase de culto y que obliga a sus miembros a atesorar el conocimiento como un bien restringido a unos pocos privilegiados, probablemente determinó la negativa a poner por escrito el progreso alcanzado.

Las ideas que tenemos del mundo y de la vida determinan lo que hacemos. En el capítulo 40 de Rayuela (1998), del escritor argentino Julio Cortázar, algunos personajes juegan a resucitar palabras. El juego lo hacen en el «cementerio», es decir, el diccionario. Pitágoras, condicionado por una concepción del mundo diferente a la de Cortázar y enfocado en asuntos en apariencia ajenos a la lengua, «pensaba que la escritura era lengua muerta» (p.15), por lo que no escribió sobre sus hallazgos ni sobre sus conclusiones.

Esa concepción de la escritura retrasó el progreso del trabajo iniciado por Tales de Mileto que, de no haber existido, hubiese tenido como consecuencia primera la concreción del método científico. Pitágoras observó, se hizo buenas preguntas, organizó teoría y diseñó y ejecutó por lo menos un experimento. Las soluciones a los problemas que se planteó así lo evidencian: el teorema que lleva su nombre, el perfeccionamiento de la deducción y el estudio de las propiedades de los números, consecuencia de su experimento con las cuerdas. El influjo de sus aportes es extraordinario, sin lugar a dudas, pero pudo ser aún mayor y la historia de la ciencia sería diferente si hubiese escrito y divulgado su trabajo. Pero faltaba mucho tiempo para que ese momento llegara.

La venerable tradición le asigna a Galileo Galilei (1564-1642) el haber dado inicio a la experimentación científica, pues «sus espectaculares resultados en el problema de la caída de los cuerpos ayudaron a difundir la experimentación en el mundo de la ciencia» (p.38). Tal distinción hubiese, probablemente, recaído sobre Pitágoras si hubiese puesto por escrito sus experimentos con las cuerdas, que le llevaron al singular estudio de las propiedades de los números. Sin embargo, tal parece que Pitágoras no pudo liberarse totalmente del mito y su noción del conocimiento, impregnada por ciertos vestigios del mito, puso límites al alcance de su visión. ¿Acaso nació con Pitágoras lo que hoy conocemos como postverdad?

 

Arquímedes (298 A.C. 212 A.C.)

Discurría el año 212 a. C. y los romanos tomaban por asalto a Siracusa. Arquímedes, quien alguna vez peleó con éxito contra los romanos usando las catapultas inventadas en el s. lV a. C. por los ingenieros que trabajaron al servicio del tirano Dionisio de Siracusa, ajeno a la batalla, se encontraba  absorto en los detalles de un problema que había diagramado en la arena y que  procuraba resolver. La soldadesca irrumpió en el patio y Arquímedes quizá advirtió al soldado más próximo: ¡Por favor, no pises los diagramas! La tradición sostiene que el soldado le mató en el acto. (…) El hombre que había inventado la palanca, el tornillo sin fin, el tornillo elevador de agua, la rueda dentada, la balanza hidrostática y otros instrumentos para el progreso de los hombres moría ante un problema sin resolver a manos de alguien que solo sabía destruir. (Castillo, 2015).

Al releer el texto que cito, con frecuencia me pregunto: ¿Por qué no estaba Arquímedes en la batalla? ¿Por qué le dio la espalda a la guerra? Sé que mis conjeturas parecen no llevarme a ninguna parte. Sin embargo, me reconforta imaginar que Arquímedes alcanzó a entender que la guerra no es el camino que debemos seguir.

La vida está atravesada por la paradoja: Tales se zafó del mito, a pesar de que fue instruido por religiosos babilonios y egipcios; Pitágoras fue su alumno y no pudo librarse del todo y, en general, como Arquímedes, quienes crean el conocimiento están subordinados a las diferentes formas que adopta el poder, que no puede prescindir del uso irracional de la fuerza. Arquímedes tal vez reflexionó sobre este asunto y tomó su decisión. La historia registra que, gracias a su perspicacia y dedicación, logró realizar aplicaciones prácticas de las matemáticas griegas, que hasta su singular irrupción en el panorama, habían conservado un carácter exclusivamente teórico. De manera que, trascendiendo las contradicciones que suelen enfrentar los hombres y mujeres de ciencia con el aspecto ético de su trabajo, Arquímedes se alejó de la guerra. Y a pesar de que la guerra llamó a su puerta y le arrebató de la vida, su contribución al desarrollo de la ciencia es extraordinaria. Tal como hiciere Pitágoras con las cuerdas, Arquímedes diseñó experimentos con la palanca. Y al relacionar sus reflexiones con algunos axiomas, dedujo el camino hacia una nueva rama de la ciencia. Asimov lo consigna de la manera siguiente: «De un solo golpe había inaugurado la matemática aplicada y fundado la ciencia de la mecánica, encendiendo así la mecha de una revolución científica que explotaría dieciocho siglos más tarde» (p.28).

Galileo Galilei (15641642)

El registro histórico, hasta donde conozco, no consigna que los griegos persiguiesen y condenasen a Tales de Mileto por haber puesto los dioses a un lado. Ni a Tales ni a ningún otro. Pareciera que la tolerancia de la disidencia es una virtud pagana. Ocurre, sin embargo, que la historia registra con detalles lo opuesto: quienes a sí mismos se asignan como representantes del dios cristiano, durante más de ochocientos años persiguieron lo que ellos denominaron la herejía. Una de las consecuencias de esa prolongada persecución de la diferencia fue convertir a Galileo Galilei en una especie de mártir, lo que le hizo uno de los científicos más famosos y admirados. Y parejamente, uno de los científicos más divulgados, lo que repercutiría en el afianzamiento del método científico.

A Galileo Galilei le interesaba la ciencia. Y como suelen hacer los hombres de ciencia, procuraba encajar socialmente, vivir de forma discreta. Por eso tenía amigos políticos y religiosos y asistía a la iglesia. Y en efecto, una noche durante la que el viento soplaba con cierta intensidad y recurrencia, el péndulo del candelabro que iluminaba el recinto le salvó del hastío y abrió la puerta a la serie de experimentos que le llevarían a descubrir el principio del péndulo, que años más tarde sería la base para mejorar la medición del tiempo con la invención del reloj de péndulo. Y en consecuencia, vendría a mejorar significativamente los posteriores experimentos. Pero había conseguido algo más que eso, consigna Isaac Asimov: «hincar el diente a un problema que había traído de cabeza a los científicos durante dos mil años: el problema de los objetos en movimiento» (p.36). Y apenas contaba con diecisiete años.

Años más tarde, Galileo volvió a experimentar con el movimiento. Para ello diseñó un experimento que le permitió ralentizar el desplazamiento de bolas de madera a través de una ranura bien pulida en una plataforma de madera en posición inclinada. Así, con un experimento sencillo, cuidadosas anotaciones y el auxilio de las matemáticas, logró calcular la aceleración de la caída de los cuerpos. En lo adelante, la ciencia sería diferente. Al registrar minuciosamente sus procedimientos y escribir y publicar sus hallazgos y sus teorías, Galileo Galilei había completado los pasos o elementos constitutivos de lo que hasta hoy aceptamos como el Método Científico. Pero como escribiría Isaac Asimov, hizo mucho más que eso: abrió la puerta a lo que luego conoceríamos como falsación, que viene a ser la cereza en el pastel.

 

Hipócrates (460 A.C 370 A.C.)

Hipócrates, como Tales, tenía una manera distinta de ver las cosas. Tales, ya lo sabemos, buscó y encontró la explicación de los fenómenos fuera de la tradición religiosa. Se le atribuye la creación del logos. Hipócrates, que probablemente escuchó de Tales y que, incluso, estudió en los mismos países, eludió tratar de curar a sus pacientes expulsando al demonio que le enfermaba. En su lugar, prefirió ocuparse del cuerpo y ser indiferente al demonio. Asimov comenta que esa actitud era nueva entre los griegos, pero era lo clásico entre los médicos babilonios y egipcios. «Pero es la obra de Hipócrates la que ha sobrevivido y su nombre el que se recuerda» (99).

Según destaca Isaac Asimov, entre las aportaciones de Hipócrates a la medicina se destaca la concepción holística del cuerpo humano, la importancia que se le atribuyó a la observación de los síntomas «y la toma en consideración del historial clínico de los enfermos» (p.96). El progreso general de la ciencia médica demuestra la certeza de estos aspectos que distinguen la medicina hipocrática. Los aportes de Hipócrates le han merecido el título de Padre de la Medicina, pero dice Asimov que también se ganó el título de Padre de la Biología (p.101). Sin embargo, es en el campo de la ética donde probablemente encontremos su mayor legado. Sin temor a equivocarme, el conocido juramento hipocrático es el que sirvió de modelo a «las éticas» que surgirían después en las diferentes áreas de la ciencia.

La ética es la rama de la filosofía que estudia la conducta. La ética se diferencia de la psicología en que solo se ocupa del aspecto moral del comportamiento humano, es decir, de si el comportamiento es bueno o malo; de cómo afectan nuestros actos la vida de los demás. En ese sentido, es pertinente que se cuestione respecto al aspecto ético de la actividad científica, en tanto es una actividad de naturaleza humana y puede caer tanto en el territorio del bien como del mal, como lo evidencian los ejemplos que citan Arellano, Hall y Hernández (2014). De manera que, las palabras de Hipócrates: “Primum non nocere”, tienen la misma pertinencia que hace 2,500 años, por lo que es correcto esperar que la persona que se dedica a la investigación científica deba ser humilde, moderada, sobria y austera, pues debe proteger a las personas a toda costa (Ojeda, Quintero y Machado, 2007).

La psicología me ha ayudado a entender, hasta cierto punto, que tal como un síndrome o un trastorno se toma su tiempo para instalarse, también exige un tiempo determinado para que se pueda revertir el proceso y volver a disfrutar de un estado óptimo de salud mental. El asunto es análogo a aprender y desaprender. Lo mismo ocurre con la humanidad y la utilidad del mito para proveerse explicaciones suficientes de los fenómenos naturales y sociales y alcanzar un grado de relajamiento y estabilidad suficientes para seguir adelante. Al pensarlo de esa manera creo entender la persistencia de la presencia del mito en nuestra vida cotidiana, a pesar de la obstinación de la razón por salir adelante.

La analogía de la que parto al concluir podría resultar engañosa, pues, por lo regular, las personas tenemos salud y la perdemos. En el caso de la humanidad, antes de que las explicaciones racionales entraran en escena y el discurso científico se ganara su espacio, reinó el imperio de  lo mágico. De manera que desplazar las estructuras psicológicas que le permitieron a la humanidad sobrevivir y prosperar durante miles de años es una tarea titánica. Y sin embargo, como diría el Quijote de la Mancha: «Avanzamos, ladran los perros». Y en ese sentido, lo que nos ofrece el libro de Isaac Asimov es una primera aproximación a la historia del conocimiento científico en occidente, una antología que registra, a través de más de dos mil años, la lucha de la razón contra la sinrazón de la barbarie, el registro de los triunfos que se encadenaron y nos han permitido asistir al punto más alto de prosperidad de la cultura humana. Lo anterior es cierto. Y sin embargo, también es cierto que el progreso científico ha permitido a ciertos hombres colocarnos, como nunca antes en la historia de la humanidad, al borde de la extinción. Por tal razón, elegí comentar a Hipócrates, pues aunque parece romper la continuidad relativa que se puede establecer entre los cuatro científicos que le precedieron, es él quien plantó la cuestión de la ética en el quehacer científico y es el apego a una ética que trascienda los intereses políticos y económicos lo que, a la larga, nos podría salvar de la extinción que nos amenaza.

La lectura de Grandes ideas de la ciencia, del científico y escritor norteamericano Isaac Asimov, me deparó innumerables satisfacciones. También admití desde el principio que me reavivó una inquietud: el temor de que el ascenso de la razón manifestado en el progreso científico se haya convertido en la espada que cuelga sobre nuestras cabezas.

 

 

Referencias

Arellano, José; Hall, Robert y Hernández, Jorge (2014). Ética de la investigación científica. Universidad Autónoma de Quintero, Querétaro, México.

Asimov, Isaac (1983). Grandes ideas de la ciencia. Alianza. Madrid, España. Recuperado 25/01/2022 8:45 P.M. de www.librosmaravillosos.com

Castillo, Gerardo (2015). «Cantata de invierno en primavera: Civilización y barbarie», en SabanetaSR, recuperado 01/02/2022 11:30 P.M. de http://www.sabanetasr.com

Cortázar, Julio (1998). Rayuela, Cátedra, Madrid, España.

García, Bartolo (2018). El discurso  científico. Teoría y aplicación. Surco, Santo Domingo, República Dominicana.

Ojeda, Juana; Quintero, Johanna y Machado, Eneida (2007). “La ética en la investigación”, Telos, Revista de estudios interdisciplinarios en Ciencias Sociales. Universidad Rafael Belloso Chacín. ISSN 1317-0570 Vol. 9(2):345-357, 2007.

Ruíz, Sophie (2017). Reseña: Grandes ideas de la ciencia, Isaac Asimov. Recuperado 30/01/2022 en https://lecuracientifica.wordpress.com/2017/01/13/resena-grandes-ideas-de-la-ciencia-isaac-asimov/

 

Por Gerardo Castillo Javier

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