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18 de mayo 2024
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OpiniónLuis CordovaLuis Cordova

Covinavidad

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Durante gran parte del año el neologismo “covidianidad” se abrió paso de manera urgente y pasó a protagonizar notas y conversaciones,  aludiendo a los cambios que en la vida cotidiana iba imponiendo la pandemia del covid-19.

Ha llegado diciembre y seguimos contando muertos. El liderazgo político global se solapa en que las defunciones no han sobrepasado las estimaciones, un argumento pueril pues esas proyecciones se hicieron cuando la incertidumbre era mayor que el miedo.

Durante los nueve meses que llevamos repitiendo medidas y alentándonos con fake news, la pandemia en el país suma unos 2,333 muertes y 144,302 contagios confirmados. Para los que llevan la positividad el panorama es otro, sin dudas menos halagüeño. Una frecuencia que ha colocado de cabeza a quienes pretenden desarrollar estadística por lo inconsistente del número de pruebas diarias.

El problema de las estadísticas es la inconsistencia. No solo ahora y no solo por la pandemia, a cualquier investigador se le hace muy difícil saber, por ejemplo, de qué se enfermaba el pueblo dominicano en la década de 1930. Las fórmulas, métricas y variables, no lograron el impacto en la construcción de un discurso preventivo: el exceso y el miedo terminaron condenándolo todo en ese sentido. Un debate vacío, pobremente científico, ocupa las conversaciones de una franja de la población que se siente en el deber de opinar sobre todo y de todos.

Lo que sí hemos visto es aglomeración de personas en fiestas, iglesias y actos políticos. Sin culpas, sin remordimientos, el pueblo asiste a donde se le convoque. Se apertura teatros y cines mientras se persigue el cierre de galleras. Las misas tienen controles de acceso pero los feligreses van libremente a los restaurantes.

¿Puede más el virus o la ignorancia? ¿Es más efectivo el distanciamiento o un toque de queda cada vez “más flexible”?

Llega diciembre y el eco incesante de las mismas canciones de hace casi 50 años, por fin, ha dejado de sonar. Lo pavoroso es que tras esos esténtores ha venido un silencio. Una navidad en duelo, en crisis y a pesar de la certeza de que “el próximo año será mejor”, el virus nos impedirá chocar copas como antes.

Esta navidad nos ha hecho extrañar lo que antes menospreciábamos: las canciones tradicionales, los chistes familiares, el álbum que la abuela sacaba para recordar un diciembre en específico, el tedio de «poner el arbolito» o “armar el nacimiento”, de verificar si los bombillitos “están buenos”, de probar por obligación el ponche que de alguna parte sacó una tía o de “coger la cuerda” con el regalo recibido en un “angelito”.

Durante este año se nos ha exigido mucho. Todos hemos tenido sacrificios. Quienes dirigen deben bajar la intensidad en prohibiciones que no pasan de meras intenciones. Deben entender que esa es una batalla perdida mucho antes de formar pelotones.

El que quiera hacer sus cenas familiares finalmente las va a hacer y no habrá mecanismo, ni autoridad que lo impida (verbigracia los puertoplateños o los urbanos), como ha ocurrido con las fiestas clandestinas, con los centros cerveceros y un largo y peligroso etcétera.

Extrañamos las filas en los supermercados, la queja de que el banco no dispuso de más cajeros y los que están son lentos, los encuentros con gentes que creíamos olvidadas y sin embargo un abrazo nos sobrecoge el corazón. Nunca pensé que lo iba a decir pero he extrañado hasta los tarantines con su particular instalación de manzanas y uvas colgando, expuestas sin pudor a toda la contaminación. A los de la ciudad nos harán falta los vendedores de cerdo asado en las esquinas y sus encarnizadas ofertas de todo tipo.

Quizás todo esto nos obligue a fijarlos en las letras de otras canciones navideñas, las de pospandemia. Aunque la convocatoria en Zoom nos espere y ponga a los de aquí y allá en el mismo exilio.

¡Ha llegado la covinavidad! Quizás sea muy temprano para este tema, pero parece que el virus de la nostalgia nos asaltó antes.

Por Luis Córdova

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