Desde que se gestó el movimiento Marcha Verde -2017, independientemente de que, al final, fue asaltado por los partidos tradicionales (prácticamente, toda la oposición) y una retahíla de “hacedores de opinión pública” (periferia de partidos) para fines electorales- sabíamos que, por fin, una franja mayoritaria de la sociedad se había apropiado de esa lucha; y más que eso -para bien-, que la había asociado a pésima calidad de la educación, salud pública y servicios -a pesar del 9.1.1, cuasi cobertura universal de salud, estancias infantiles, tandas extendidas, desayuno escolar y mejoras de infraestructura y de otros bienes y servicios (porque no podemos hacer tabla rasa de avances tangibles que logramos)-, pues intuyó que, históricamente, una gran parte del presupuesto público, en los poderes públicos, iba a la “acumulación rápida” de políticos (sin excepción de partidos) empresarios, técnicos-burócratas y una élite de los poderes fácticos (oligarquía, autoridades militares-policiales, judiciales, Iglesias, prensa, etcétera).
Ahora bien, la lucha que se está librando contra la corrupción pública -que debería ser pública-privada-, aunque buena iniciativa gubernamental, adolece de múltiples fallas o inobservancias que, en cierta forma, la debilitan, pues está matizada por no sentar, como principio universal, la presunción de inocencia, evitar la filtración de fase instrumental de los procesos a los medios, uso mediático -por bocinas pro-gobierno- de esos procesos para la incitación de condena extrajudicial vía redes sociales y hasta medios impresos que titulan-condenan sin el sustento de una sentencia de un juez producto de “las cosas bebidamente juzgada”, con lo cual se condiciona-manipula “percepción pública” y se mutila el debido proceso a que todo acusado tiene derecho. Pero el peor aspecto o arista del fenómeno -de fusilamiento moral-publico-, es el de la doble moral política: es decir, el de un político, abogado -con un rosario de chicanas- o “periodista-bocina” haciendo dizque “opinión pública” cuando todos sabemos su vínculo y beneficio, en algún momento, con el flagelo que se combate.
Porque en nuestro país no todo el mundo puede, política ni éticamente, emprender ni librar esa lucha porque está históricamente descalificados… (¡todos nos conocemos!).
Otro aspecto que hay que cuidar -y mucho-, es que la lucha anticorrupción solo se centre en una determinada administración -como está ocurriendo, hasta ahora-, pues se convertiría en selectiva y podría interpretarse como retaliación con fines políticos-electorales contra un determinado partido político que ejerció el poder, pues eso solo fomenta lucha cíclica contra la corrupción y esa lucha debe ser sistemática e institucional; digo, si aspiramos a fomentar una cultura de transparencia en la gestión pública y la instauración de una verdadera ética-pública que debe ir pareja a un currículo educativo que procure la formación de un ciudadano, desde la educación primaria, que repele y no tolere esa práctica tan perjudicial para el desarrollo integral del país y una cultura de meritocracia.
Entonces, sería saludable corregir esos entuertos, alentar esos esfuerzos -sin banderías políticas-; y, sobre todo, no permitamos que corruptos viejos disfrazados de redentores sociales y ajustas cuentas, nos quieran pontificar sobre ética pública y de que la lucha anticorrupción debe darse con saña, odio y venganza, porque, repito, con ello sólo lograremos lucha cíclica y no institucional contra el flagelo que, en toda la región, es histórica-estructural y sistémica.
Y finalmente, sería prudente que fiscales y otros facilitadores (ayudantes judiciales o auxiliares persecutores de la lucha anticorrupción) bajen su protagonismo mediático, pues a veces suenan más como políticos que como fiscales. Y, si fuera posible, que, la Procuradora General, magistrada Miriam Germán Brito, como responsable del Ministerio Público, asuma más presencia pública y baje ciertos ímpetus cuasi político de algunos de sus subalternos. Porque, a veces, como que su jerarquía queda relegada.
Por Francisco S. Cruz
