En mis años que tengo escribiendo artículos o garabatos de opinión -que recuerde, desde 1984 hasta la fecha (sin que nadie pueda exhibir o demostrar que escribo por encargo, sino desde el libre albedrío o recurrencia)-, si de algo me he cuidado ha sido de dos asuntos sagrados: no hacer denuncias alegres ni poner en entredicho la moral pública de nadie, pues no soy periodista, juez o policía para denunciar -mucho menos sin prueba-, detener o juzgar y ser capaz de difamar por diferencias políticas o personales; o, por haber fracasado tras una meta, proyecto o, la consecución de alguna aspiración a los poderes públicos -aunque no haya aspirado siquiera a alcalde pedáneo-.
Digo lo anterior, al saber y observar, con mucha pena y tristeza, como, amigos de méritos, se prestan a ser caja de resonancia de denuncias o acusaciones alegres sobre la moral pública de personas, y con ello hacerle el juego a quienes no conciben su existencia o ego enfermizo de querer ser figuras o “líderes” a como quiera y sin reparar más que en aquella máxima, atribuida falsamente a Nicolás Maquiavelo, “El fin justifica los medios”.
Y ese mercado de diatribas y denuncias alegres es campo fértil para gente con delirios u ofuscación sobre una meta en particular, pues, en su fijación-obsesión, pueden cruzar la raya de Pizarro; y de ahí al diván del psiquiatra. Pero antes, habrán visto todo el daño del que han sido capaces tras una ofuscación o no saber pasar la página a tiempo.
Porque está bien y es de coherencia insistir y perseverar en defensa de derechos conculcados; pero jamás ver conjura, conspiradores o “gánsteres” en aquellos que, en alguna coyuntura política o existencial, también gastaron su tiempo y esfuerzo promoviendo y defendiendo las aspiraciones legítimas del otrora amigo, compañero o allegado que ahora, por razones inexplicables, frustración o obnubilación-amargura, se erigen en látigos “justicieros” obviando, adrede y con saña, la ayuda, el acompañamiento -hasta donde lo racional aconsejaba- y el compañerismo solidario.
Sin embargo, hay que estar vivo para ver y sufrir hasta donde la bajeza humana puede llegar o, como una aspiración fallecida convierte en resentido a una persona que se nos vendió como un dechado de virtudes. E igual, duele saber, cómo, después de viejo, se cae en la más abyecta complacencia del alegre juego, sin querer o no, de sembrar dudas, sin excepción, sobre la reputación del que sabemos sólo ha vivido del trabajo y el cumplimiento. !¡Qué pena!
Por: Francisco S. Cruz
