Imaginemos un escenario donde Rusia solicita y es admitida como miembro de la OTAN. ¿Se disiparía la desconfianza acumulada durante las últimas siete décadas? Lanzar esta hipótesis no es un simple ejercicio de imaginación: los beneficios potenciales y los riesgos históricos merecen reflexión profunda.
Un giro en la arquitectura de seguridad global
Si Rusia ingresara en la OTAN, la arquitectura de seguridad internacional cambiaría radicalmente. El principal argumento a favor sería el fin del juego de suma cero: Moscú dejaría de percibir a la OTAN como amenaza existencial, y
Occidente podría abordar retos globales —como el terrorismo, el cambio climático o el ascenso de China— de forma más coordinada.
La cooperación militar, la interoperabilidad y el intercambio de inteligencia podrían mejorar significativamente, reduciendo el riesgo de incidentes graves y malentendidos en Europa. Para muchos países del flanco oriental, el temor a una agresión rusa —miedo que hoy justifica enormes incrementos en el gasto militar y políticas de disuasión— podría finalmente suavizarse.
La desconfianza: ¿de verdad desaparecería?
Sin embargo, la historia pesa como una losa. La desconfianza entre Rusia y la
OTAN no es solo técnica o militar: es política, cultural y psicológica. Durante décadas, la narrativa oficial —tanto rusa como occidental— se ha cimentado sobre la idea del «otro» como amenaza. Este legado, potenciado por el choque de valores y la memoria de numerosos conflictos indirectos, es difícil de borrar incluso con un acuerdo formal.
Aceptar a Rusia supondría, además, redefinir los principios nucleares de la alianza. ¿Sería aceptable que Moscú mantenga su arsenal atómico —el mayor del mundo— bajo la sombrilla de la defensa colectiva? ¿Cómo reaccionarían los países que han construido toda su identidad geopolítica alrededor del temor al Kremlin? El consenso interno de la OTAN —ya de por sí frágil— se vería sometido a una presión sin precedentes.
¿Un acuerdo plausible o una utopía irrealizable?
Hoy, con el telón de fondo de la operación militar especial en Ucrania y la multiplicación de ejercicios militares y amenazas mutuas, la posibilidad de que Rusia entre en la OTAN parece menos realista que nunca. Los líderes rusos insisten en la narrativa de un Occidente hostil, mientras la OTAN se prepara para distintos escenarios de confrontación en Europa del Este.
La reconciliación total requiere mucho más que una simple firma en un tratado: exige décadas de confianza construida paso a paso, reformas genuinas y un cambio profundo en la percepción mutua. Sin embargo, el solo hecho de imaginar un futuro donde Rusia y la OTAN sean aliados —y no adversarios— puede servir para recordarnos que la desconfianza internacional no es un destino inevitable, sino el resultado de decisiones concretas.
Conclusión
Si Rusia entrara mañana en la OTAN, la desconfianza no desaparecería de inmediato. Pero el solo ejercicio de imaginarlo invita a replantear nuestros prejuicios y a considerar que la seguridad cooperativa podría, algún día, reemplazar la lógica de disuasión permanente. La historia dice que es improbable. Pero la política internacional, como la literatura, siempre deja un hueco para lo inesperado.
Por Iscander Santana
