Las acusaciones de racismo y xenofobia que nos llegan desde Haití pudieran considerarse como una provocación innecesaria. Deberían ser más propias de quienes viven de la miseria del pueblo haitiano. Aquellos que ruegan porque los conflictos en las relaciones entre ambas naciones no se terminen.
Sin embargo, en boca del Gobierno de ese país se constituye en una actitud incomprensible. Y lo es porque ambos Estados han estado sentados en la mesa del diálogo procurando soluciones a sus problemas, en especial al migratorio. Es la República Dominicana en que vive la mayoría de sus inmigrantes, donde encuentra un lugar donde meter la vida.
Es más, es, sobre todo, una irresponsabilidad imperdonable. Y lo es mucho más porque sobre esas acusaciones se han cometido las nuevas agresiones contra el Consulado dominicano en Puerto Príncipe, Haití. Y resulta peor, porque el Gobierno ha condenado las agresiones, pero ha felicitado a los manifestantes. Podríamos decir que se trata de una vulgar hipocresía.
Asumir hechos de la delincuencia común cometidos por los propios haitianos, para acusarnos de racistas y xenófobos, no es sólo una desconsideración, es una ingratitud.




