ENVÍA TUS DENUNCIAS 829-917-7231 / 809-866-3480
30 de diciembre 2025
logo
OpiniónDomingo Núñez PolancoDomingo Núñez Polanco

Una educación en valores salva el futuro de la humanidad

COMPARTIR:

Existe un momento en la vida en que se juntan el coraje, la osadía y la razón. Entonces, uno respira profundo, contiene el aliento, camina hasta el borde del precipicio… y salta. No al vacío, sino al porvenir.

Aquí estoy, dando ese salto hacia un nuevo desafío: alcanzar coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos. Ser más racionales en nuestras actitudes y acciones; aplicar la inteligencia con sentido práctico; desarrollar, al máximo, el instinto del sentido común. También, dar ese gran salto que nos lleve de la inutilidad existencial a la búsqueda de un sentido mediante la coherencia y el compromiso con los demás.

Debemos promover un ser humano que desee conocer lo que está bien y lo que está mal; que se apoye en el progreso, tanto humano como científico. Un ciudadano que rechace la cultura de la vida fácil, del bienestar inmediato y vacío, sabiendo que no hay verdadero progreso si este no está acompañado de una base moral. Ahí reside el gran reto, el gran salto… no hacia el vacío, sino hacia el porvenir.

Al llegar a mis 71 primaveras, reconozco que el mundo no atraviesa su mejor momento. Una crisis global en todos los órdenes de la sociedad se agudiza estrepitosamente…

Vivimos un momento crítico, donde la desconfianza asalta al ciudadano y lo hace dudar de todo, incluso de las propuestas que buscan un cambio positivo. Es aquí donde los líderes y quienes están comprometidos con causas justas deben asumir con responsabilidad su papel como guías y orientadores.

Educar en valores significa asumir principios de vida que otorguen coherencia entre pensamiento y acción, priorizando las necesidades existenciales del ser humano, que van más allá del conocimiento y lo material.

Educar en valores es contribuir al desarrollo integral de cada persona: enseñar a cuidar y desarrollar la mente, cultivar la sensibilidad hacia el débil y el que sufre, asumir la responsabilidad individual, fomentar la espiritualidad y despertar un sentido estético de la vida.

Se trata, en definitiva, de una educación ciudadana con propósito: enseñar a vivir y a convivir. Necesitamos formar al hombre nuevo para una nueva sociedad, mediante una educación integral y formativa.

Desde finales del siglo pasado, la sociedad ha transitado por derroteros que la hacen sentir enferma. De ese malestar ha emergido el «hombre light»: un ser que enarbola una tetralogía nihilista —hedonismo, consumismo, permisividad— y que se asemeja a los productos “light” de nuestro tiempo: cerveza sin alcohol, azúcar sin glucosa, tabaco sin nicotina, Coca-Cola sin cafeína… De esta pérdida de valores ha surgido un hombre sin sustancia, entregado al dinero, al poder, al éxito y al placer sin restricciones.

El hombre light carece de referentes, padece un profundo vacío moral y, pese a tener casi todo en lo material, no es feliz.

Hoy, en pleno siglo XXI, las sociedades necesitan un cambio profundo, que les permita afrontar las transformaciones que impone la posmodernidad y la posverdad.

Hermanos y amigos, nos acercamos rápidamente al fin de una era. Este proceso ya ha comenzado.

Las crisis financieras, alimentarias, socioeconómicas, ambientales y sanitarias a escala planetaria, vienen acompañadas de una crisis de valores. Esto convierte la vida en una constante penuria. Hemos llegado a un punto donde la existencia, más que disfrutarse, se sufre. Y no solo sufre el pobre, sino también quien es consciente de la realidad social y ambiental.

Es difícil ser plenamente feliz sabiendo que miles de niños mueren cada hora por no tener acceso a agua potable, o que millones padecen hambre crónica desde su nacimiento.

Me asusta pensar que, tras tanto luchar frente a la injusticia, corramos el riesgo de perder nuestra sensibilidad, de endurecer el corazón, de dejar de amar al prójimo, a la madre naturaleza, a la vida…

El desarrollo científico-tecnológico también me preocupa, sobre todo cuando no se le da un uso ético a la inteligencia artificial. El problema no es la ciencia ni la técnica, sino el uso deformado que se les da con fines destructivos.

El uso responsable de la ciencia debe depender de la razón. Y es esta razón la que debemos buscar en nuestro siglo XXI.

Durante las últimas décadas del siglo XX, muchas sociedades, desesperadas por el deterioro ético y social, buscaron alternativas espirituales para reencontrarse con un “yo” trascendental, alejado de los principios mercantilistas.

Recordamos el auge, especialmente en los años 90, de programas que difundían prácticas místicas o esotéricas como camino hacia una vida mejor y espiritualmente significativa. Sin embargo, este modelo perdió fuerza en el nuevo siglo, quizá por falta de base teórica o argumentos racionales. Pero lo cierto es que la sociedad sigue buscando cómo reconducir su interés desde lo puramente económico hacia una vida con sentido humano.

En esa búsqueda, se han rescatado algunas corrientes filosóficas clásicas que ofrecen un camino hacia la felicidad y una vida ética. Y es ahí donde, a mis 71 primaveras vividas, me propongo dar el más grande salto de mi vida: adentrarme en el mundo de la filosofía para comprender el universo y su sentido.

Como dijo José Martí: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”.

Abogo por una filosofía práctica, con sentido vital. Una filosofía de vida.

Filósofos antiguos y contemporáneos coinciden en que la filosofía tiene dos vertientes: la formal y la informal. La primera, académica, abarca campos como la estética, la ética, la lógica, la epistemología, la metafísica o la filosofía política. La segunda, más personal, trata de resolver las preguntas existenciales sobre nuestra condición humana: es la filosofía de la vida.

Es esta última la que me ha llevado a transitar el camino del pensamiento trascendente. La filosofía de vida para vivir a fondo.

En la época clásica, la filosofía era la puerta al conocimiento y el origen del sistema educativo occidental. Pero, además, enseñaba algo fundamental: aprender a vivir.

La filosofía de vida es una caja de herramientas cotidianas. Un mecanismo para enfrentar los retos y preguntas existenciales, sean inesperados, trágicos, incómodos o placenteros.

¿Y de qué filosofía hablamos? Del estoicismo.

El estoicismo hace de la sabiduría y la virtud su eje central. Enseña que, para alcanzar la vida feliz, debemos aprender a dominar el dolor, la pobreza, la infamia, el destierro… como decía Séneca: “Cuando estos males llegan al sabio, quedan mitigados”.

Quiero compartir brevemente mi «Dioscidencia» (encuentro espiritual) con esta doctrina. En el estoicismo descubrí coherencia, constancia, introspección y control racional.

Los pensadores modernos coinciden: los estoicos eran valientes, moderados, sensatos y disciplinados. Insistían en cumplir nuestras obligaciones y ayudar al prójimo. Muchos compartimos hoy estos valores.

El estoicismo no es dogma ni liturgia. Es una confrontación diaria del individuo consigo mismo. Séneca aconsejaba meditar a diario sobre lo ocurrido, y cómo podríamos haber actuado mejor usando principios estoicos.

El estoicismo propone vivir según la naturaleza, desprendiéndose de lo innecesario. Eso permite construir una sociedad menos violenta, ya que la violencia nace de la desigualdad y la carencia de oportunidades. El estoicismo ofrece una propuesta de valores humanos, especialmente útil en una sociedad laica cada vez más alejada del modelo religioso tradicional.

Perdonen, amigos y hermanos, si estas “peroratas filosóficas” les resultan excesivas. Las escribo en esta madrugada del 9 de diciembre de 2025.

Hoy, de forma oficial, asumo estos principios como mi filosofía de vida: una filosofía práctica y humanista.

Antes de cerrar, comparto un pensamiento del gran humanista argentino José Ingenieros:
“Cada ser humano es cómplice de su propio destino; miserable el que derrocha su dignidad, esclavo el que se forja la cadena. Ignorante el que desprecia la cultura, suicida el que vierte el veneno en su propia copa. No debemos maldecir la fatalidad para justificar nuestra pereza”.

No pretendo aconsejar a nadie por lo vivido, pero me siento en el deber de compartir algo. Esa es, quizá, nuestra misión: sembrar conciencia, despertar mentes dormidas, surcar humanidad.

Porque un ser humano sin creencias se convierte en un retórico sin ideas, un apático que juzga la vida sin vivirla, que pone piedras en el camino de otros, simplemente porque no puede andar el suyo propio.

Lo digo y lo repito, a propósito de mis 7 décadas vividas: “La juventud termina cuando se apaga el entusiasmo. No hay mayor privilegio que conservarlo hasta la madurez; es un privilegio de pocos, y un milagro en quienes lo conservan hasta la vejez, como el gran filósofo Sócrates… y también como nuestro comandante eterno, Fidel Castro, que vivió hasta que quiso.”

Saludos y abrazos para todos.


Por Domingo Núñez Polanco

Comenta