La República Dominicana atraviesa uno de los momentos más críticos de su historia reciente, sumida en un deterioro estructural que afecta cada esfera de la vida nacional. Las denuncias del expresidente Leonel Fernández han resonado en la opinión pública como un eco de verdades incómodas que muchos ciudadanos perciben diariamente: el país retrocede al siglo XIX mientras el gobierno actual insiste en mostrar un rostro de progreso que contrasta abiertamente con la realidad que vive la población. Desde el colapso de las avenidas principales, el abandono de la infraestructura del Metro de Santo Domingo, la ineficiencia crónica del sistema eléctrico, el incremento de la inseguridad ciudadana y una economía que desacelera con fuerza, la nación se enfrenta a una tormenta perfecta que desnuda las falencias de una gestión que, lejos de asumir responsabilidades, oculta cifras y maquilla resultados.
El panorama urbano revela el rostro del abandono. Las principales avenidas de Santo Domingo, como la 27 de febrero, la John F. Kennedy y la Máximo Gómez, reflejan grietas, hundimientos, falta de señalización y congestionamientos interminables que han convertido el tránsito en un calvario diario. Esta decadencia no solo se limita a la capital; ciudades como Santiago, San Cristóbal, La Vega y San Pedro de Macorís sufren el mismo patrón de deterioro en su red vial, donde la falta de planificación y mantenimiento ha generado un sistema colapsado. A este panorama se suma el Metro de Santo Domingo, que en lugar de ser un símbolo de modernidad, enfrenta sobrecarga de pasajeros, estaciones deterioradas y falta de expansión suficiente para cubrir la creciente demanda de una población que se moviliza cada vez con más dificultad. La promesa de transporte eficiente ha quedado en palabras mientras las largas filas y el hacinamiento se convierten en rutina diaria para miles de dominicanos.
La crisis eléctrica agrava aún más el malestar social. Los apagones prolongados, las tarifas abusivas y el desfalco histórico de las distribuidoras de electricidad pintan un cuadro alarmante de corrupción y mala administración. La República Dominicana es uno de los países de América Latina con mayor pérdida de energía, donde más del 30% de la electricidad generada no se factura debido a fraudes por parte de las edees a las factura de los usuarios, mientras los hogares deben pagar precios exorbitantes. El Banco Mundial ha insistido en la necesidad de una reforma estructural en el sector, pero los planes de mejora se quedan en anuncios y reuniones sin resultados tangibles. El gobierno insiste en que se está avanzando en soluciones, pero la realidad es que la nación continúa atrapada en una espiral de ineficiencia que limita la competitividad empresarial y ahoga la economía doméstica.
En paralelo, la inseguridad ciudadana ha alcanzado niveles alarmantes. Las estadísticas oficiales, muchas veces maquilladas, contrastan con la experiencia de la población que vive entre asaltos, homicidios y el dominio creciente de bandas organizadas. Barrios completos se sienten abandonados, mientras el gobierno concentra sus esfuerzos en propaganda mediática que busca vender una imagen de orden inexistente. La percepción de inseguridad es tal que la República Dominicana se perfila como uno de los países más violentos del Caribe, situación que erosiona la confianza social y desincentiva la inversión extranjera. Esta situación no es casualidad; es el resultado de políticas públicas improvisadas y de un liderazgo presidencial más enfocado en controlar la narrativa que en resolver problemas de raíz.
El escenario económico confirma lo que la población ya siente en carne propia: los bolsillos están vacíos. Con mas de 40 mil millones de dólares en préstamos, no sabemos que se ha hecho con tanto dinero. Aunque el gobierno intenta vender cifras optimistas, los datos revelan un enfriamiento sostenido. El Banco Central estima un crecimiento del PIB de apenas 3.5 % a 4 % para 2025, mientras que los economistas más ilustrados del país consideran que no llegaremos a esas cifras, una cifra que está por debajo de las expectativas de desarrollo de un país que necesita crecer a tasas superiores al 6 % para generar empleos sostenibles. Además, la inversión extranjera directa, aunque muestra picos de entrada de capital, no refleja una diversificación ni un impacto real en sectores productivos que beneficien a la población. Los proyectos que llegan se concentran en turismo y bienes raíces de lujo, mientras la agroindustria, la manufactura y la tecnología permanecen rezagadas. La economía crece en sectores concentrados y excluyentes, sin impacto significativo en la calidad de vida de los ciudadanos, lo que amplía las brechas sociales y aumenta el descontento popular.
Este colapso económico es inseparable de un modelo de gobierno que ha privilegiado el maquillaje mediático sobre la gestión real. El presidente de la República se ha convertido en un experto en discursos diseñados para calmar las críticas, pero desconectados de la realidad. Día tras día, el país escucha promesas y cifras maquilladas que pretenden proyectar una nación en progreso, cuando en realidad la población enfrenta inflación en productos básicos, pérdida de empleos de calidad, estancamiento salarial y una deuda pública que crece sin control. Los ciudadanos no solo perciben el deterioro; lo viven en calles rotas, apagones constantes, miedo a la delincuencia y un transporte público insuficiente. La verdad es evidente: el presidente miente al país constantemente y sus palabras ya no convencen a una ciudadanía que enfrenta cada día las consecuencias de una administración incapaz de transformar la nación.
Leonel Fernández ha sido tajante en su diagnóstico: el actual gobierno representa “el gran fracaso de la política”. Sus declaraciones no son simples ataques opositores, sino una radiografía que coincide con la percepción ciudadana. “El país ha retrocedido al siglo XIX”, afirmó en uno de sus más recientes discursos, denunciando el uso abusivo de recursos públicos para manipular elecciones y la falta de planificación estratégica para impulsar el desarrollo. Estas afirmaciones encuentran eco en calles abarrotadas, hospitales sin insumos, centros educativos deteriorados y comunidades enteras que claman por atención. La República Dominicana está, efectivamente, en colapso nacional, y el primer paso para revertirlo es reconocerlo. Negar la crisis solo profundiza el dolor social y extiende la agonía económica de millones de familias.
En este contexto, el país necesita líderes que digan la verdad y tracen planes reales, no simples campañas publicitarias. El colapso no es solo una percepción política; es una realidad que los ciudadanos experimentan a diario. Recuperar la confianza requerirá una reestructuración total del sistema eléctrico, inversión en infraestructura vial y transporte masivo, fortalecimiento de la seguridad ciudadana, incentivos para diversificar la inversión extranjera, y políticas económicas que generen empleo real. Sin estas acciones, el futuro de la República Dominicana estará marcado por el estancamiento, el éxodo de profesionales y el crecimiento del descontento popular. Las advertencias están sobre la mesa; la historia juzgará a quienes tuvieron la oportunidad de actuar y eligieron maquillar la verdad.
Por Javier Dotel
