Siempre se mantiene fresca en mi mente la película Atlantic City, la cual fue dirigida por Louis Malle, con las magistrales actuaciones de Burt Lancaster y Susan Sarandon, y en donde se muestra un mundo en total decadencia, con la doble moral como la nota dominante de la vida circundante.
Así pasa en nuestro país, en donde los personajes que dicen luchar en contra de la corrupción son moralistas de hojalata, de una doble moral supina, que se mantienen a,…”Dios rogando y con el mazo dando”. Y es que resulta sintomático que aquellos que han asumido en estos tiempos una crítica constante en contra de la corrupción, hayan pertenecido a administraciones pasadas, las cuales no se caracterizaron ni fue su estandarte la transparencia y la pulcritud de los fondos públicos.
Si muchos casos de esos gobiernos no se convirtieron en escándalos, ni se elaboraron expedientes de esos asuntos, fue debido a que las administraciones subsiguientes no les llamaron la atención la persecución judicial, ora por conveniencia politiquera, ora por solidaridad gansteril. Resulta que ahora para estos falsos apóstoles anticorrupción, el flagelo de la corrupción está anidada de un solo lado.
Es penoso que aquellos que otrora utilizaron al Estado Dominicano para su acumulación originaria y sus grandes fortunas que les ha evitado volver a trabajar, en estos tiempos sean ángeles caídos del cielo.
Pero el error garrafal de esto “monjes tibetanos” anticorrupción es la elaboración de leyes generales, a partir de casos muy aislados y particulares del mal de la corrupción. El método fallido de lanzar excrementos a todo el mundo, como forma politiquera querer denostar y descalificar a una gestión gubernamental específica, los hace menos creíbles y genera sospecha de no poder rebasar el simple discurso partidista.
Hay que ser muy mezquino para no reconocer que la administración pública ha mejorado satisfactoriamente sus niveles de transparencia. Muchos años atrás, el servidor y la servidora públicos no se ruborizaban en aceptar sobornos, y algunos hasta permitían ser nombrados sin sueldos asignados, para de esa manera, se convirtiera en normal y poder justificar el “macuteo” a la ciudadanía. Hoy día los casos de extorsión y soborno son aislados, y las instituciones nacionales cuentan en su gran mayoría con un personal que realiza su trabajo sin acudir al cobro de coimas. Miles y miles de hombres y mujeres dignifican la administración pública con su faena diaria.
La administración estatal en casi su totalidad puede jactarse de decir que se mantiene apegado a cánones de integridad, diafanidad y honestidad. Los casos de corrupción en la administración pública son ínfimos, y el servidor y la servidora públicos se encaminan a su profesionalización. El servicio que brindan las instituciones públicas ha mejorado del cielo a la tierra en los últimos 12 años.
Es por eso que creo una de las mayores injusticias de muchos que hablan sobre el mal de la corrupción es el desconocimiento del aporte de esos hombres y mujeres a la institucionalidad y la transparencia.
Creo firmemente en una lucha en contra de la corrupción objetiva. Liberada de todo prejuicio politiquero y sesgo partidista. Si me tocara seleccionar la cabeza de un movimiento en contra del peculado, propugnaría por personas incólumes que protagonicen esta cruzada en aras de adecentar el Estado Dominicano.
Pero mientras los vigías de esta lucha sean minotauros de dudoso origen, prefiero abdicar a beber de ese cáliz. Siempre que la doble moral de farsantes ahítos de riquezas mal habidas del pasado, sea la atalaya que aposente la anticorrupción, me niego a subir a ese cuadrilátero.
Pues estos corifeos de poca monta se parecen mucho al cuento de un carterista que fue descubierto por una multitud en plena avenida Duarte, robándose una cartera, y ante la persecución de la muchedumbre que vociferaba a todo pulmón y ávida por atraparle:” ¡Un ladrón, un ladrón!”; el ladrón, ni tonto ni perezoso, y con la cartera ajena en sus manos, se unió también al coro desafinado que gritaba a sus espaldas, entonando él también la frase,… ¡Un ladrón, un ladrón!
Por Elvis Valoy




