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21 de diciembre 2025
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OpiniónVALENTIN CIRIACO VARGASVALENTIN CIRIACO VARGAS

Trump, Venezuela y el cerco final: La última jugada del imperio en el Caribe

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«La estirpe condenada a cien años de soledad no tendrá una segunda oportunidad sobre la tierra.»
—Gabriel García Márquez, Discurso al recibir el Nobel, 1982

I- Un Mar Caribe en sombra de guerra

El Caribe es un archipiélago de paradojas: aguas turquesas que ocultan siglos de dominación colonial, playas de ensueño que bordean territorios militarizados, culturas vibrantes nacidas de la resistencia y el mestizaje. Desde Cuba hasta Trinidad, desde Jamaica hasta las Antillas Menores, estas islas comparten algo más que el mar: comparten una historia de expoliación y un presente de dependencia estratégica. Y en el corazón de este mosaico geográfico, a apenas kilómetros de distancia, se encuentra Venezuela, conectada al Caribe no solo por fronteras marítimas sino por lazos históricos profundos: Petrocaribe, la solidaridad bolivariana, las raíces afrodescendientes e indígenas que unen a los pueblos.

Hoy, ese mismo mar que une también divide. El Caribe se ha convertido en el tablero de una partida final, en el escenario donde Estados Unidos despliega su última gran ofensiva imperial en el hemisferio. La administración Trump no está ejecutando simplemente otra política exterior agresiva; está aplicando el capítulo definitivo de un manual de dominación que tiene siglos de antigüedad, pero que ahora enfrenta condiciones inéditas: una crisis energética global, el ascenso de China como potencia rival en territorio considerado históricamente como «patio trasero» estadounidense, y un sistema capitalista en crisis cíclica que empuja al imperio a actuar no desde la fortaleza, sino desde el pánico.

Venezuela, con las mayores reservas de petróleo del planeta, se ha convertido en el objetivo central de esta estrategia. Lo que está en juego no es solo el destino de una nación caribeña: es el futuro del orden hemisférico, la vigencia del derecho internacional y la posibilidad de que los pueblos de América Latina y el Caribe escriban, finalmente, su propia historia.

II- El Manual del Imperio: Un Recetario de Dominación Probado

La estrategia estadounidense contra Venezuela no es nueva ni original. Es la aplicación sistemática de un manual que Washington ha perfeccionado a lo largo de décadas en distintos continentes. El patrón es reconocible para cualquiera que estudie la historia reciente de América Latina, Medio Oriente o África: sanciones económicas devastadoras diseñadas para estrangular la economía y generar sufrimiento social, aislamiento diplomático en organismos internacionales, financiamiento masivo y desmedido a sectores de oposición interna, congelamiento de activos en el extranjero para asfixiar las finanzas estatales, y una narrativa mediática implacable que transforma gobiernos soberanos en «regímenes», presidentes electos en «dictadores» y naciones enteras en «amenazas» para la democracia.

Este manual incluye capítulos más oscuros: golpes de Estado ejecutados con precisión quirúrgica, como el que derrocó a Salvador Allende en Chile en 1973, el golpe contra Manuel Zelaya en Honduras en 2009, o el golpe contra Evo Morales en Bolivia en 2019. Incluye también asesinatos de líderes: Patrice Lumumba en el Congo, Allende en La Moneda, los múltiples intentos contra Fidel Castro. Y cuando todo lo anterior falla, vienen las invasiones militares directas: República Dominicana (dos) en 1916 y 1965, Granada en 1983, Panamá en 1989. El pretexto cambia—comunismo, narcotráfico, terrorismo, derechos humanos—pero el objetivo permanece: restablecer el control sobre recursos estratégicos y territorios considerados vitales para los intereses de Washington.

Lo que Venezuela enfrenta hoy es este mismo patrón, pero intensificado hasta límites inéditos. Las sanciones económicas impuestas desde 2017 han sido calificadas por expertos de Naciones Unidas como «medidas coercitivas unilaterales» que constituyen violaciones graves del derecho internacional. Han causado la pérdida de decenas de miles de millones de dólares en ingresos, han impedido la importación de medicinas y alimentos, y han generado una crisis humanitaria que Washington luego presenta como evidencia del «fracaso» del gobierno venezolano. Es una estrategia de asfixia deliberada: crear las condiciones para el colapso y luego presentarse como salvador.

III- La Crisis Sistémica: Energía, China y el Fin de un Ciclo

Para comprender por qué Venezuela se ha convertido en objetivo prioritario de la política exterior estadounidense es necesario mirar más allá de las narrativas sobre democracia y derechos humanos. Hay razones estructurales, geoeconómicas y geopolíticas que explican esta obsesión imperial.

La primera es la crisis energética. Durante décadas, Estados Unidos pudo darse el lujo de ignorar que Venezuela poseyera las mayores reservas probadas de petróleo del mundo—más de 300 mil millones de barriles—mientras dependía de otros proveedores. Pero el mundo ha cambiado dramáticamente. La guerra en Ucrania ha reconfigurado los mercados energéticos globales. Las sanciones occidentales contra Rusia han sacado enormes volúmenes de petróleo y gas del mercado, creando una situación de volatilidad de precios e inflación que golpea duramente a las familias trabajadoras estadounidenses y europeas. Europa está desesperada por nuevas fuentes de energía, y Washington se ha dado cuenta de que necesita opciones. Venezuela ya no puede ser ignorada: sus recursos son demasiado importantes en un contexto de escasez y competencia global.

Pero hay algo más grave aún para los estrategas imperiales: China. Mientras Estados Unidos imponía sanciones y aislaba a Venezuela, China se convirtió en su principal socio económico y comercial. Las inversiones chinas son masivas: préstamos que alcanzan decenas de miles de millones de dólares, garantizados con entregas futuras de petróleo. Infraestructura portuaria, telecomunicaciones, proyectos mineros, cooperación tecnológica. Venezuela se ha convertido en un punto de avanzada de la Nueva Ruta de la Seda en América Latina. Para Estados Unidos, acostumbrado desde la Doctrina Monroe de 1823 a considerar el hemisferio occidental como su zona de influencia exclusiva, esto es intolerable. La presencia china en Venezuela no es solo un problema económico: es una anomalía geopolítica que desafía dos siglos de hegemonía estadounidense en la región.

A esto se suman alianzas estratégicas con Rusia e Irán. Rusia ha provisto a Venezuela de sistemas de defensa aérea avanzados, cooperación energética y tecnología militar. Irán ha enviado drones, asistencia técnica para la refinación petrolera y ha establecido intercambios tecnológicos. Para Washington, Venezuela se ha convertido en un nodo de resistencia al orden unipolar, un ejemplo peligroso de que es posible desafiar las sanciones y construir alianzas alternativas.

Finalmente, está la crisis cíclica del capitalismo y la decadencia del imperio estadounidense. Desde la crisis financiera de 2008, el sistema ha mostrado signos crecientes de inestabilidad. La pérdida de influencia económica global, el ascenso de potencias emergentes, la fragmentación del orden internacional que Estados Unidos construyó después de 1945. Trump representa, en este contexto, no la fortaleza del imperio sino su versión más cruda y desesperada. Es un imperio actuando desde el pánico, intentando recuperar por la fuerza lo que ya no puede mantener por consenso o hegemonía económica.

IV- La Guerra Cognitiva: Fabricando el Consenso para la Intervención

Antes de que caiga la primera bomba, antes de que desembarque el primer soldado, las guerras modernas comienzan en la mente de las personas. Lo que los estrategas militares llaman «guerra cognitiva» es el uso sistemático de información, narrativas y medios de comunicación para moldear percepciones, desmoralizar al adversario y, sobre todo, fabricar el consentimiento de la opinión pública para justificar acciones que de otro modo serían consideradas ilegales o inmorales.

En el caso de Venezuela, esta guerra cognitiva ha sido implacable y sostenida. Durante años, los medios de comunicación occidentales han saturado sus espacios con una narrativa única: Venezuela es un «régimen fallido», su gobierno es una «dictadura», su líder es un «dictador narco-terrorista». Esta narrativa omite sistemáticamente el impacto humanitario devastador de las sanciones económicas estadounidenses, presentando la crisis como resultado exclusivo de «mal gobierno» o «políticas socialistas fracasadas». Se glorifica a sectores de la oposición venezolana sin cuestionar sus vínculos con Washington ni sus intentos golpistas—incluido el fallido golpe de Estado de 2019 y las incursiones paramilitares desde Colombia. Se criminaliza cualquier ejercicio de soberanía y defensa nacional, presentándolo como «represión» o «autoritarismo».

El objetivo de esta guerra cognitiva es claro: hacer que una agresión militar eventual parezca no solo justificada sino necesaria. Convertir una invasión imperialista en una «intervención humanitaria», una ocupación en una «misión de rescate», un cambio de régimen forzado en una «restauración democrática». La historia está llena de estos eufemismos: «llevar la democracia a Iraq», «proteger civiles en Libia», «combatir el terrorismo en Afganistán». El resultado siempre ha sido el mismo: destrucción, caos y sufrimiento para los pueblos que supuestamente se buscaba ayudar.

La guerra cognitiva también busca aislar a Venezuela de la solidaridad internacional, presentándola como un caso excepcional de maldad gubernamental y no como lo que realmente es: una nación soberana resistiendo una agresión imperial. Cuando millones de personas en Occidente han sido condicionadas a ver a Venezuela únicamente a través del lente de «dictadura» y «crisis humanitaria», se vuelve más fácil vender la idea de que «algo hay que hacer», aunque ese «algo» signifique bombardeos, invasión y muerte.

V- El Cerco Militar: La Operación Lanza del Sur y el Despliegue sin Precedentes

Pero más allá de la narrativa mediática, Estados Unidos ha venido preparando el terreno militar para un conflicto real. El despliegue de fuerzas estadounidenses en el Caribe y alrededores de Venezuela no tiene precedentes desde la Crisis de los Misiles de 1962. La llamada «Operación Lanza del Sur», presentada oficialmente como operaciones antidroga, es en realidad un posicionamiento estratégico para un eventual escenario de confrontación con Venezuela.

La Cuarta Flota de la Marina estadounidense, reactivada en 2008 específicamente para América Latina y el Caribe, ha intensificado sus ejercicios navales en la región. Buques de guerra, submarinos, aviones de patrullaje marítimo realizan maniobras constantes en aguas cercanas a Venezuela. Pero la infraestructura militar es aún más reveladora. Puerto Rico mantiene presencia militar estadounidense activa y sirve como base logística clave. República Dominicana ha permitido el uso de sus instalaciones. Las Islas Vírgenes estadounidenses funcionan como punto de apoyo. Trinidad y Tobago, a pocos kilómetros de la costa venezolana, ha incrementado su cooperación militar con Washington.

Los territorios neerlandeses en el Caribe—Aruba, Curazao y Bonaire—han sido fundamentales en esta estrategia de cerco. Estas islas, justo frente a las costas venezolanas, han servido como plataformas para operaciones de inteligencia, vigilancia y reconocimiento. Colombia, con siete bases militares estadounidenses en su territorio, es el aliado terrestre clave, aunque el gobierno de Gustavo Petro ha dejado claro que no permitirá que su territorio sea usado para una agresión contra Venezuela. Guyana, con la disputa territorial del Esequibo como telón de fondo, ha abierto sus puertas a la presencia militar estadounidense, incluyendo una base en el territorio disputado.

Además de estas instalaciones fijas, Estados Unidos ha realizado violaciones sistemáticas del espacio aéreo venezolano con aviones de reconocimiento y drones. Estas no son simples provocaciones: son misiones de inteligencia diseñadas para cartografiar defensas, identificar objetivos militares, medir tiempos de reacción y evaluar capacidades. En términos militares, esto se conoce como «preparación del campo de batalla» (PREPO: Prepositioned Equipment). Es lo que hace un ejército antes de iniciar operaciones: posiciona activos, establece logística, recopila inteligencia y prepara rutas de ataque y escape.

El mensaje es inequívoco: Estados Unidos está preparándose para la posibilidad real de un conflicto militar con Venezuela. No es retórica, no es simple presión diplomática. Es preparación operacional concreta.

VI- Escenarios de Conflicto: ¿Cómo Empezaría la Agresión?

Si llegara a producirse una agresión militar estadounidense contra Venezuela, no necesariamente tomaría la forma de una invasión masiva estilo Iraq 2003. Venezuela no es Iraq: tiene un ejército profesional y experimentado, una milicia popular de más de tres millones de personas, sistemas de defensa aérea rusos y chinos (S-300, Buk-M2), drones iraníes, y un territorio de geografía compleja con selvas, montañas y regiones de difícil acceso. Una invasión terrestre total sería extremadamente costosa en términos de vidas y recursos, algo que Estados Unidos difícilmente podría sostener políticamente.

Los escenarios más probables son operaciones limitadas diseñadas para lograr objetivos específicos sin comprometer grandes contingentes terrestres. Un primer escenario sería provocar un «incidente» en el Esequibo, la región disputada con Guyana. Una escaramuza fronteriza, un enfrentamiento militar menor, podrían servir como pretexto para una intervención presentada como «defensa de un aliado» y limitada territorialmente. Esto permitiría a Estados Unidos establecer presencia militar permanente en territorio venezolano sin tener que justificar una invasión total.

Un segundo escenario sería un bloqueo naval completo. Estrangular por completo la exportación de petróleo venezolano, impedir cualquier comercio marítimo, aislar totalmente al país. El objetivo sería generar un colapso económico interno tan severo que justifique luego una «coalición humanitaria» de intervención, similar a lo ocurrido en otros contextos. Este tipo de bloqueo constituiría un acto de guerra según el derecho internacional, pero sería presentado como «medidas de presión» o «aplicación de sanciones».

Un tercer escenario serían ataques aéreos «quirúrgicos» contra objetivos seleccionados: infraestructura petrolera, instalaciones de defensa aérea, centros de comando y control, puertos estratégicos. Estos ataques serían presentados como respuesta a una supuesta «amenaza terrorista» o «actividad de narcotráfico», buscando degradar las capacidades militares venezolanas sin necesidad de enviar tropas terrestres. El problema con este escenario es que bombardear instalaciones petroleras en Venezuela tendría consecuencias ambientales catastróficas para toda la región caribeña.

Finalmente, existe el escenario de guerra de proxy: apoyar logística, financiera y militarmente a grupos irregulares que lancen incursiones desde Colombia u otros países vecinos. Esto permitiría a Estados Unidos mantener «negación plausible» mientras desgasta al gobierno venezolano y genera condiciones de desestabilización interna. Ya ha habido intentos de este tipo, como la fracasada «Operación Gedeón» de 2020, en la que mercenarios estadounidenses intentaron ingresar a Venezuela por mar.

Ninguno de estos escenarios es inevitable, pero todos son posibles. La preparación militar que Estados Unidos ha desplegado en la región los hace factibles desde el punto de vista operacional. Lo que los detiene no son limitaciones técnicas sino consideraciones políticas, diplomáticas y el costo potencial que un conflicto así tendría.

VII- ¿Quién Resiste y Quién se Pliega? El Mapa Regional de Alianzas

La posición de los países latinoamericanos y caribeños frente a la presión estadounidense sobre Venezuela es un indicador claro de las contradicciones y tensiones que atraviesan la región. No hay un bloque monolítico, sino una fragmentación que refleja intereses económicos, alineamientos ideológicos y grados diversos de dependencia con Washington.

Entre los países que se han opuesto abierta y consistentemente a la campaña de presión estadounidense se encuentran México, Brasil bajo el gobierno de Lula, Cuba, Nicaragua, Honduras bajo Xiomara Castro, y especialmente Colombia bajo Gustavo Petro. Este último caso es particularmente significativo: Colombia, histórico aliado de Estados Unidos y país con siete bases militares estadounidenses en su territorio, ha rechazado categóricamente cualquier intervención militar en Venezuela y ha negado el uso de su territorio para operaciones contra el país vecino. Petro ha insistido en soluciones políticas, diálogo y respeto a la soberanía, aunque mantiene diferencias con el gobierno de Maduro. Esta postura ha generado tensiones con Washington pero refleja una lectura geopolítica de los riesgos que una guerra en la región implicaría para Colombia misma.

El caso de Bolivia ilustra las transiciones políticas que afectan estas alianzas. Bajo el gobierno de Evo Morales y posteriormente Luis Arce, Bolivia fue un aliado solidario de Venezuela. Sin embargo, el actual gobierno de Rodrigo Paz ha adoptado un enfoque pragmático, distanciándose del gobierno venezolano y restableciendo relaciones con Estados Unidos, aunque mantiene canales de diálogo. Representa el giro de un aliado histórico hacia una posición más neutral o distante, evidencia de las presiones que los gobiernos progresistas enfrentan en la región.

Estos países basan su oposición a la intervención en principios fundamentales del derecho internacional: soberanía nacional, no intervención en asuntos internos, solución pacífica de controversias, vigencia de la Carta de las Naciones Unidas. Son principios que históricamente América Latina ha defendido precisamente porque la región ha sido víctima sistemática de intervenciones extranjeras.

Por otro lado, están los países que facilitan activamente la estrategia estadounidense. República Dominicana ha abierto sus instalaciones militares. Guyana, con el conflicto del Esequibo como trasfondo, ha permitido presencia militar estadounidense incluyendo una base en territorio disputado. Trinidad y Tobago, los territorios neerlandeses del Caribe (Aruba, Curazao, Bonaire), y Panamá forman parte de la red logística de la Operación Lanza del Sur. Sus motivaciones son diversas: dependencia económica de Estados Unidos, acuerdos de seguridad preexistentes, presión diplomática directa de Washington, o cálculos estratégicos propios en el caso de Guyana con el Esequibo.

Esta fragmentación regional es uno de los mayores obstáculos para una respuesta latinoamericana unificada. Mientras existan países dispuestos a servir como plataformas para la agresión imperial, la capacidad de resistencia colectiva se debilita. Y es precisamente esa fragmentación lo que Estados Unidos ha cultivado sistemáticamente a lo largo de décadas mediante acuerdos bilaterales, tratados de libre comercio, cooperación militar y presión económica selectiva.

VIII- América Latina Frente al Abismo: La Segunda Oportunidad

La agresión contra Venezuela es mucho más que un conflicto bilateral entre Caracas y Washington. Es un ensayo general para el nuevo orden que Estados Unidos busca imponer en el siglo XXI: un orden donde el derecho internacional se subordina a los intereses de las grandes potencias, donde la soberanía de las naciones pequeñas o medianas es condicional y revocable, donde los recursos naturales pertenecen no a los pueblos que los poseen sino a quien tenga la fuerza militar para tomarlos.

Trump representa la versión más descarnada de esta lógica imperial, aplicada en un momento histórico de máxima debilidad sistémica del capitalismo estadounidense pero también de resistencia organizada creciente en la región. Si esta agresión triunfa—si Venezuela es sometida, si su gobierno es derrocado, si sus recursos son entregados a corporaciones transnacionales—se habrá establecido un precedente peligrosísimo: que la fuerza militar sigue siendo el argumento definitivo en las relaciones internacionales, que décadas de construcción de derecho internacional pueden ser desechadas cuando le conviene a Washington, que no hay espacio para proyectos soberanos de desarrollo en América Latina.

Pero si fracasa—si Venezuela resiste, si la solidaridad regional se materializa en acciones concretas, si el costo político y militar resulta demasiado alto para Estados Unidos—podría marcarse el principio del fin de la hegemonía unilateral en el hemisferio. No sería la primera vez que un imperio sobreestima su poder y precipita su propia decadencia al involucrarse en conflictos que no puede sostener.

La cita de Gabriel García Márquez con la que abrimos este artículo es una advertencia terrible: «La estirpe condenada a cien años de soledad no tendrá una segunda oportunidad sobre la tierra.» Pero quizás también pueda leerse como una esperanza: que esta sea, finalmente, la segunda oportunidad que la región no tuvo cuando García Márquez pronunció esas palabras en 1982. Una oportunidad para que América Latina y el Caribe, unidos, escriban su propia historia en lugar de seguir siendo capítulos en la historia imperial de otros.

Esa unidad no puede ser retórica ni simbólica. Debe ser estratégica y concreta: mecanismos de defensa colectiva que hagan costoso agredir a cualquier país de la región, sistemas de comercio en monedas propias que reduzcan la dependencia del dólar, integración energética y productiva que genere complementariedades económicas reales, una diplomacia coordinada y sólida en foros multilaterales que defienda el derecho internacional.

El Caribe, ese mar que hoy Estados Unidos busca convertir en plataforma de guerra, podría ser en cambio el espacio de encuentro para una integración regional verdadera. Las islas que hoy sirven de bases militares podrían ser puentes de cooperación. Los pueblos que comparten historia de resistencia podrían compartir un futuro de soberanía.

La pregunta no es si Venezuela resistirá sola la agresión imperial. La pregunta es si América Latina y el Caribe permitirán que Venezuela enfrente sola lo que es, en realidad, una agresión contra todas nuestras naciones. Porque después de Venezuela vendrá otro país, y otro, hasta que la región entera quede sometida nuevamente al dominio que creyó haber superado en las luchas de independencia del siglo XIX y en las revoluciones del siglo XX.

Esta es, quizás, la última oportunidad. Y como advertía García Márquez, las estirpes condenadas a la soledad no tienen segundas oportunidades. Pero los pueblos que eligen la unidad y la resistencia sí pueden escribir finales diferentes a los que los imperios les tienen escritos.


Por Valentín Ciriaco Vargas

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