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28 de diciembre 2025
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3 min de lectura Una mirada al pasado

Transformado en Román, el coronel Caamaño fue pasado por las armas

Coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó./
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No vino Caamaño sino Román. No murió Francis sino el guerrillero. No cayó el hijo de Fausto sino el revolucionario. En ocho años, el coronel de la patria, Francisco Alberto Caamaño Deñó, se transformó en redentor, en monje revolucionario, en mártir de la libertad. Poseía un sueño dorado: emancipar, redimir a su pueblo, ese por el que arriesgó el pellejo contra los yanquis del 65.

El sacrificio heroico, la leyenda alcanzó tonos más sublimes: se volvió martirio e inmolación. Una vida es muchas vidas. No se vive una vez en el teatro de la existencia terrestre, en la lisura de esta temporalidad. Metido en la malla de su palabra inquebrantable, Caamaño se inmoló en la hoguera de sus promesas y en el fuego de la redención. En esa pira ardió, solo para arrojar un bellísimo pero absurdo ejemplo de sacrificio perdido. Ese sacrifico ardió con él, devorado también por las llamas del absurdo y lo heroico estéril. El heroísmo suele ser ingrato y vacío.

De 1965 a 1973, se hizo nítida la transformación de Francis. Acabada la epopeya de 1965, y después del fuego cruzado del Matum, recibió la ingratitud del destierro en la embajada dominicana en Inglaterra. Allí sirvió como agregado militar. Acercamientos y tanteos con ingleses. Juego de pelota. Días europeos. Algo estremecedor bullía dentro de él, consumía sus entrañas patrióticas y animaba su pecho férreo de militar. El coronel era un volcán interno. En eso llegó el rapto. Manolo Plata. Un agente infiltrado. El caballo de Troya en París. Desde Holanda desapareció. Así llegó a Cuba.

En esa isla recibió el bautismo cubano, la bendición de Fidel y su férrea revolución. Se entrenó. Formó un gran campamento militar. Creó una secta caamañista, con un selecto grupo de muchachos rebeldes que habían descubierto su afán de gloria, su apetito de redención. Todos se abocaban a la catástrofe, por traición o incomprensión. Los comandos de la resistencia. Los palmeros de Amaury y su coro de camaradas, todos soñaban.

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Caamaño también. Guardaba él muchas armas, no solo físicas. Las fuerzas no se le agotarían. Tenía que cumplir su promesa. Su pueblo era sagrado como lo era su palabra. En su renuncia, el 3 de septiembre de 1965, lo había dicho frente a su pueblo irredento, frente a las masas infelices. Tenía que cumplir su promesa.

Devorado por ese compromiso, bajo la influencia del Che, llevaba un diario como el argentino. Se lanzó a la aventura revolucionaria. Cambió de aspecto físico. Lo abandonaron. Llegó con ocho hombres más, en el viejo Black Jack, el camarada que los trajo en su vientre de sal y mar. Esperaba el apoyo de sus viejos compañeros de armas, pero el país no era ya el mismo, había cambiado tanto como lo había hecho él mismo.

Los barrieron a todos, excepto tres: Hamlet Hermann (Freddy), Claudio Caamaño Grullón (Sergio), Toribio Peña Jáquez. Este trío de guerrilleros sobrevivió después de insondables peripecias y maromas en la ciudad. A Francis lo atraparon vivo y lo pasaron por las armas. Hace medio siglo. Pero no mataron a Francis sino a Román, el camarada, el revolucionario, la leyenda del heroísmo. ¡Gloria eterna para él!