En la actualidad, la República Dominicana enfrenta una de las crisis más delicadas y peligrosas para su soberanía: la migración ilegal haitiana. Lejos de ser una simple problemática migratoria, este fenómeno se ha convertido en una amenaza estructural con profundas implicaciones sociales, económicas, culturales y geopolíticas. No estamos frente a un asunto humanitario aislado, sino ante una maquinaria compleja en la que convergen intereses económicos, corrupción institucional y presiones internacionales injustas que pretenden cargar sobre nuestros hombros un problema histórico que no nos corresponde.
El lucro detrás de la ilegalidad
Una parte esencial del problema radica en la complicidad de ciertos sectores económicos que, por décadas, han sido beneficiarios directos de la mano de obra haitiana ilegal. Grandes empresarios del sector construcción,del agro y otros sectores que han abierto las puertas a esta migración no por compasión, sino por conveniencia. Pagan salarios miserables, evaden impuestos y no cumplen con las obligaciones de seguridad social que exige la ley dominicana. Esta situación ha generado una economía sumergida basada en la explotación, donde el trabajador haitiano ilegal es víctima y, al mismo tiempo, parte de un sistema que erosiona las condiciones laborales de los dominicanos.
A este escenario se suma la participación de militares corruptos que permiten, facilitan y muchas veces promueven la trata de personas en la frontera. Estamos hablando de redes organizadas que trafican seres humanos a cambio de sobornos, burlando la ley y comprometiendo la seguridad nacional. Lo más alarmante es que estas acciones no serían posibles sin un grado de tolerancia o complicidad por parte de las autoridades encargadas de velar por el orden.
La farsa del derecho internacional
Frente a esta realidad, la comunidad internacional, encabezada por organismos como la ONU, insiste en que la República Dominicana debe asumir una carga que le es ajena: la reconstrucción de Haití, un país colapsado por su propia historia de desgobierno, violencia y corrupción. Esta presión se ampara en un discurso humanitario que busca que renunciemos a nuestra soberanía, cultura y estabilidad a favor de una utopía de integración binacional que jamás ha sido consensuada por el pueblo dominicano.
La defensa de la soberanía no es una opción, es un deber. Y ante la imposición de un derecho público internacional cada vez más parcial, manipulable y al servicio de las grandes potencias, muchos países han optado por desconocerlo cuando sus intereses nacionales se ven amenazados. El Salvador ha reformulado sus relaciones con organismos multilaterales priorizando la seguridad de su pueblo. Israel ha ignorado durante décadas resoluciones internacionales cuando se ha tratado de su supervivencia. Rusia ha desafiado abiertamente las normas del orden mundial cuando ha sentido que sus intereses estratégicos están en juego.
¿Por qué República Dominicana debe ser la excepción? ¿Por qué se espera que sacrifiquemos nuestra identidad, nuestras tradiciones, nuestra etnia y nuestra estabilidad social en nombre de un ideal global que no representa nuestros intereses? La respuesta es clara: no debemos. Tenemos el derecho y el deber de proteger nuestra nación.
Drama humano
No podemos ignorar el drama humano que esta crisis representa también para el pueblo haitiano. Son millones de personas atrapadas en un país sin instituciones funcionales, víctimas del caos, la violencia y el abandono internacional. Como dominicanos, lamentamos profundamente el sufrimiento del pueblo haitiano y deseamos que encuentre la paz, el orden y el desarrollo que merece. Sin embargo, debemos ser claros: la solución jamás puede ser trasladar ese colapso hacia nuestro territorio. República Dominicana no puede ni debe convertirse en el albergue de once millones de haitianos, porque eso significaría aniquilar nuestra nación desde adentro.
Y mientras se nos presiona para cargar con esta tragedia, vale la pena hacernos preguntas que rara vez se responden: ¿de dónde provienen las armas de guerra que hoy dominan las calles de Haití? ¿Cómo es posible que bandas armadas tengan más poder que el propio Estado? ¿Quién las financia y organiza? Estas no son pandillas improvisadas: son estructuras que operan con logística, inteligencia y recursos que solo pueden llegar desde fuera. ¿Por qué la comunidad internacional guarda silencio ante esto? ¿A quién le conviene el caos en Haití?
El límite es la fusión
Hoy más que nunca, debemos rechazar de manera firme y categórica cualquier intento de fusión o integración con Haití. Nuestra historia, cultura, idioma, valores y raíces nos diferencian. Bajo ningún concepto podemos aceptar una imposición global que tenga como objetivo desaparecer a la República Dominicana como la conocemos.
Si llegara el momento en que tengamos que elegir entre la existencia de nuestro país o su disolución forzada, la respuesta debe ser contundente: antes que dejar de ser dominicanos, desapareceríamos defendiéndolo. Porque la soberanía no se negocia, se defiende con dignidad.
Por Elvin Castillo
