Antes salíamos de noche sin pensarlo mucho. Caminábamos por las calles con la única preocupación de que no lloviera. Ahora, salir de casa es casi una ruleta rusa. Vivimos con miedo. Y lo más triste: lo estamos normalizando.
Pregúntale a cualquiera en Santiago, en San Cristóbal, en Santo Domingo. Todos tienen una historia: un asalto, un intento de robo, un tiroteo cercano, un vecino asesinado. Ya no son noticias, son parte de la conversación diaria. «A ti también te pasó», decimos. Como si fuera una gripe. Como si acostumbrarse fuera la única opción.
La inseguridad dejó de ser sensación. Es una realidad brutal que se siente en cada esquina. Y se disfraza con operativos “rimbombantes”, con promesas vacías, con patrullajes que aparecen solo cuando hay cámaras. Pero la calle no miente. La calle está hablando… y nadie escucha.
Hay barrios donde después de las 7 de la noche no se puede salir. Donde los negocios cierran temprano. Donde la gente se encierra, no para descansar, sino para sobrevivir. Vivimos entre alarmas, rejas, cámaras, y aun así, dormimos con el corazón en la garganta. Porque el miedo no se quita con metal ni con tecnología. El miedo está metido en el pecho. En el cuerpo. En la rutina.
Y lo peor es que nos están robando algo más que celulares o motores. Nos están robando la paz. La libertad de caminar sin mirar atrás. La tranquilidad de que nuestros hijos lleguen a casa sin una llamada de “algo pasó”. Nos están robando el país. Y lo están haciendo a plena luz del día.
Las autoridades maquillan cifras, organizan ruedas de prensa, crean comités y mesas de trabajo. Pero la gente sigue cayendo. En el asfalto. En la desesperanza. En la indignación que ya ni se grita. Porque cuando el miedo se vuelve costumbre, uno hasta deja de reclamar. Solo se adapta.
Nos vendieron la idea de que la seguridad era una promesa de campaña. Y se convirtió en una deuda eterna. Aquí te matan por un celular, por una cadena, por estar en el lugar equivocado a la hora equivocada. Y nadie responde. Nadie explica. Nadie da la cara.
La nueva normalidad no debería ser esta. No deberíamos vivir mirando para todos lados. No deberíamos sentir alivio cuando llegamos sanos a casa. No deberíamos tener miedo de vivir.
Y sin embargo… aquí estamos.
