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27 de diciembre 2025
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OpiniónJosé Peña SantanaJosé Peña Santana

Reformas constitucionales a conveniencia

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La Constitución de la República Dominicana fue proclamada el 6 de noviembre de 1844. Desde entonces, ha sido reformada en cuarenta ocasiones, reflejando una tendencia que en lugar de fortalecer la estabilidad institucional, muchas veces ha respondido a la coyuntura política y a los intereses de quienes ostentan el poder. En los últimos treinta años, esta práctica se ha hecho más frecuente, con reformas que, aunque legales en el procedimiento, han carecido de visión institucional y de legitimidad social.

Tras las elecciones generales de 1994, marcadas por denuncias de fraude, movilización social y presión internacional, se produjo un acuerdo político conocido como el Pacto por la Democracia, que resultó en una reforma constitucional de emergencia. A través de ella se redujo a dos años el mandato presidencial de entonces, se prohibió la reelección inmediata y se buscó abrir el camino hacia un proceso electoral más confiable. Aquella fue una reforma pactada, pero también necesaria para preservar la paz pública y la legitimidad del régimen.

En 2010 se promulgó una nueva Constitución, que marcó un antes y un después en la historia institucional del país. Su contenido no solo reorganizó el poder público, sino que elevó la protección de los derechos fundamentales, consolidó el control constitucional, redefinió la administración pública y estableció principios rectores que dotaron al ordenamiento jurídico de coherencia y modernidad. Sin exageración alguna, puede decirse que la Constitución de 2010 ha sido la más completa, garantista y estructurada de toda la historia republicana dominicana. Representó el cierre de una etapa de reformas parciales e inconexas y el inicio de un nuevo ciclo constitucional con visión de largo plazo.

Cinco años más tarde, en 2015, se introdujo una nueva modificación al texto para permitir que el entonces presidente Danilo Medina pudiera optar por un segundo mandato consecutivo. Como parte del pacto político que dio lugar a esa reforma, se insertó en el artículo 124 una cláusula que establece, sin ambigüedad alguna, que quien haya ejercido la presidencia por dos períodos consecutivos no podrá jamás volver a postularse ni a la Presidencia ni a la Vicepresidencia de la República. Dicha cláusula fue aprobada como norma general, sin destinatarios explícitos, pero era evidente su motivación puntual.

Sin embargo, en octubre de 2024, se promulgó una nueva reforma constitucional que incluyó una disposición transitoria con el mismo efecto ya previsto en el artículo 124: prohibir que el presidente reelecto en 2024 pueda volver a presentarse como candidato presidencial. Lo que ya era norma vigente y suficiente, fue repetido, ahora en forma transitoria, y con vigencia limitada a una sola persona. A diferencia de la prohibición establecida en el cuerpo del artículo 124 desde 2015, esta nueva cláusula no tiene alcance general ni proyección institucional. Es una norma innecesaria, circunstancial y personalizada. No se trata de Petra —como erróneamente se ha querido presentar— ni de una innovación en el régimen de reelección presidencial. Se trata, simplemente, de una reiteración superflua, cuyo efecto práctico consiste en reforzar una restricción ya establecida y plenamente vigente.

A raíz de esa disposición transitoria, fue presentada una acción de inconstitucionalidad, la cual fue declarada inadmisible por el Tribunal Constitucional mediante la sentencia TC/0407/25. El fundamento central fue que ninguna norma del texto constitucional puede ser objeto de control directo de constitucionalidad, doctrina ya expuesta en la sentencia 1-1995 de la Suprema Corte de Justicia y reiterada en precedentes del propio Tribunal Constitucional, como la TC/0352/18. Desde esa perspectiva, el órgano jurisdiccional entendió que admitir el conocimiento de una acción directa contra una norma constitucional supondría arrogarse un poder que solo pertenece al constituyente.

Sin embargo, esta postura, aunque sostenida con constancia, no es compartida por todos los jueces constitucionales. En un voto disidente de gran valor jurídico, la magistrada Alba Luisa Beard Marcos sostuvo que el solo hecho de estar contenida en el texto supremo no convierte en legítima una norma constitucional. A su juicio, el poder de reforma debe respetar los principios esenciales del orden constitucional, y no puede ejercerse para limitar derechos fundamentales con efectos personalizados. Según su argumentación, la disposición transitoria comentada vulnera el principio de igualdad ante la ley, el derecho a elegir y ser elegido y el principio de irretroactividad, al aplicar una sanción específica a una sola persona, sin vocación de generalidad ni permanencia.

El voto disidente rescata una verdad jurídica cada vez más reconocida por la doctrina constitucional contemporánea: el poder de reforma está limitado por la Constitución misma. No puede usarse para producir efectos concretos sobre personas determinadas, ni para corregir con rango constitucional lo que no se quiere debatir en el terreno político. Las constituciones están hechas para establecer reglas estables, generales y previsibles. Cuando se deforman por vía de reformas coyunturales, pierden autoridad moral, debilitan la confianza ciudadana y dejan la puerta abierta a la manipulación del orden institucional.

El país necesita superar la costumbre de reformar la Constitución como mecanismo para resolver conflictos de poder. La Carta Magna no puede seguir siendo un instrumento moldeable al servicio de objetivos circunstanciales. Cada reforma debe ser evaluada no solo por su legalidad, sino por su oportunidad, su coherencia y su legitimidad institucional. Cuando una disposición constitucional repite lo que ya está regulado, y además lo hace con vocación particular, no está fortaleciendo el orden jurídico, sino exhibiendo la fragilidad de la voluntad política detrás de su proclamación.

Preservar el legado de la Constitución de 2010 implica también proteger su espíritu frente a las prácticas que la banalizan. No se trata de sacralizar el texto, sino de defender el principio de que el poder está sometido a reglas, y que esas reglas deben ser coherentes, universales y duraderas. El verdadero compromiso constitucional se mide cuando se antepone la institucionalidad al interés inmediato, y cuando se legisla pensando en el futuro, no en las urgencias del presente.

Por José Peña Santana

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