“Persistir en un código penal obsoleto es una forma activa de injusticia”
Como principio de legalidad, la justicia penal requiere normas claras, actualizadas y compatibles con los desafíos de los nuevos tiempos. Es insólito continuar operando en este siglo XXI con un Código Penal de modelo napoleónico que data del siglo XIX. Realidad alarmante y desconcertante cuando observamos que nos regimos con un Código Penal adoptado en 1884, ese, que ha sobrevivido a revoluciones, dictaduras, reformas constitucionales y transformaciones sociales profundas, y no ha sido reformado íntegramente, en más de 140 años, sin prever el avance de nuevas formas de criminalidad.
Esa anomalía legal es un escándalo institucional que refleja no solo atraso técnico, sino una falla estructural del Congreso de la República, que por más de dos décadas ha postergado irresponsablemente una reforma penal imprescindible. El último gran episodio de irresponsabilidad legislativa fue el rechazo de la reforma penal por el tema de las tres causales del aborto, como si la única función del Código Penal fuera regular la interrupción del embarazo.
En el contexto internacional, el avance del crimen organizado ha estado fuertemente ligado a la transformación tecnológica, cambios socioculturales y la avanzada dinámica del poder económico y político. Nuestro país, como parte de la globalización en que vive el mundo, no ha estado ajeno a la invasión de estos nuevos tipos de crímenes; pero la no actualización del Código Penal impide enfrentar con eficacia los nuevos crímenes que hoy amenazan la convivencia democrática, tales como la corrupción administrativa, la violencia contra la mujer, la criminalidad organizada, los delitos medioambientales, los ataques cibernéticos, el tráfico de datos personales, la explotación sexual comercial de menores, el sicariato, la trata de personas y muchos otros fenómenos que no existían, o no tenían la dimensión actual, cuando fue concebido nuestro marco punitivo.
La reforma del Código Penal, estancada en el Poder Legislativo desde hace más de veinte años, requiere decisión política y apertura institucional. El debate no puede seguir secuestrado por posiciones ideológicas particulares que bloquean la discusión de temas como el aborto por tres causales, la discriminación o la corrupción. El Congreso no tiene el derecho de condenar a la nación a una legislación que ignora realidades delictivas modernas, desprotege a víctimas actuales y ofrece a los jueces un instrumento disfuncional. La pasividad del legislador ha convertido al Código Penal en una reliquia jurídica que inmortaliza la desigualdad, produce impunidad selectiva y deslegitima la autoridad moral del Estado frente a la criminalidad.
La decisión de reformar el Código Penal no es un gesto ideológico ni una concesión a intereses partidarios. Es una exigencia ética y constitucional. El artículo 8 de nuestra Carta Magna
reconoce como función esencial del Estado garantizar una justicia “oportuna, transparente, independiente y accesible”. Esa promesa es incumplible con una ley penal que responde a códigos morales de hace más de un siglo, cuando la sociedad dominicana era agraria, patriarcal, cerrada y jurídicamente primitiva frente al mundo actual. El país necesita un código moderno, humano, eficiente y ajustado a su realidad y compromisos internacionales.
Mientras tanto, la delincuencia se tecnifica y la corrupción se perfecciona, seguimos persiguiendo delitos modernos con normas arcaicas. Seguimos enviando a los fiscales y jueces al combate con herramientas oxidadas. Seguimos afirmando, con nuestro silencio legislativo, que la justicia penal no es una prioridad nacional; pero esa indiferencia tiene consecuencias, una ciudadanía desprotegida, una justicia desbordada y una democracia erosionada desde su columna vertebral.
La reforma penal debe producirse ya, con visión, con valentía y con una responsabilidad que el Congreso ha evadido por demasiado tiempo. No se trata solo de actualizar artículos ni de añadir tipos penales. Se trata de restaurar la dignidad del sistema penal dominicano, adecuarlo a los estándares de los derechos humanos y devolverle al pueblo dominicano un instrumento de justicia que responda a sus tiempos, a sus dolores y a sus legítimas expectativas de orden, legalidad y equidad.
Por José Peña Santana
