En un mundo no muy lejano, donde los ecos de las crisis pasadas aún resonaban y la amenaza de un empobrecimiento global se cernía como una niebla densa, existía una pequeña isla conocida como Quisqueya, la República Dominicana.
Los sabios del mundo, los economistas y analistas de los grandes centros financieros, enviaban advertencias incesantes: «¡Se avecina una nueva crisis financiera global! ¡La marea del dólar se retira! ¡La inflación global nos engullirá!»
Los países previsores, aquellos con visión de futuro, se apresuraban a transformar sus ahorros en «activos refugio»: Bitcoin, oro, plata e inversiones en tecnologías de vanguardia. La alianza de los BRICS, con su audaz proceso de desdolarización y comercio en monedas propias, agitaba aún más las aguas, poniendo en duda la hegemonía del billete verde inflado por billones de impresiones masivas.
En medio de este frenesí financiero, un viejo y sabio agricultor dominicano, Don Anadino Olivo, miraba el fértil suelo de su tierra. No buscaba refugio en el éter digital ni en los metales brillantes, sino en algo más elemental y vital: el alimento.
Don Anadino Olivo, representando la voz de la experiencia e interpretando la lógica de los especialistas globales, argumentaba: «Cuando el sistema de papel colapse, ¿de qué sirven el oro o los códigos si no hay pan en la mesa? Nuestro verdadero oro, nuestro activo refugio, es esta tierra y lo que de ella nace.»
El despertar del tejido agroindustrial
La República Dominicana debe construir un tejido de agroindustrias municipales, que en el presente por su ausencia es como un gigante dormido bajo el sol. La clave, según Anadino Olivo, no era imitar a las naciones ricas en tecnología, sino potenciar su ventaja comparativa fundamental: crear las condiciones con las agroindustrias para incentivar la puesta en producción de cada tarea de terreno cultivable.
Se dio cuenta de que, ante un crash global, la demanda de alimentos se dispararía, convirtiendo las agroindustrias en un activo de valor creciente incomparable. Este «refugio verde» no solo protegería la Republica Dominicana de una temida hambruna interna, sino que también le permitiría multiplicar sus exportaciones y, por ende, disparar su Producto Bruto Interno (PBI) y generar una masiva creación de empleos.
La fórmula del crecimiento autosostenible
Lo más extraordinario de este plan era su mecanismo de ejecución. El Estado, a diferencia de otras grandes iniciativas, no tendría que gastar un solo centavo de su presupuesto.
El proyecto se centró en la creación de agroindustrias municipales, cada una como un pequeño motor económico. La innovación fue –luego de construida la agroindustrias en cada municipio- convertir la inversión realizada en acciones, comercializándolas vía la Bolsa de Valores de Santo Domingo o a través del sistema cooperativo nacional.
«La tierra es nuestra riqueza, y la inversión en ella será nuestra acción. Saturareamos el mundo de alimento cosechado e industrializado en la Republica Dominicana,» proclamó Don Anadino Olivo.
Estas acciones se ofrecieron a inversionistas locales e internacionales. De repente, el dinero que antes flotaba en la incertidumbre global encontró un anclaje seguro en la tierra dominicana. Pues se convirtió en otro atractivo para la repatriación de capitales y la inversión extranjera directa.
Inversiones Atraídas: El capital extranjero y local fluyó hacia las agroindustrias, creando un poderoso incentivo privado.
Empleos Multiplicados: Las agroindustrias, las empresas pesqueras, los campos, y los centros de distribución florecieron, generando miles de empleos dignos y de forma constante.
PBI Disparado: La producción y exportación de productos con valor agregado impulsaron la economía a niveles sin precedentes.
La República Dominicana había descubierto la alquimia perfecta: transformar la amenaza global en una oportunidad de soberanía y prosperidad, utilizando su recurso más abundante y esencial; tierra, sol y agua.
Mientras otros países se aferraban a monedas de papel inestables, Quisqueya construía su fortaleza agroindustrial sobre la solidez de sus cosechas. ¡El futuro no se espera, se siembra!
El autor es escritor y egresado de la Universidad ISA.
Por Milton Olivo
