El X Foro Internacional sobre Salud Mental y Sistema Penitenciario en República Dominicana cerró, donde expertos de distintos países de Centroamérica plantearon propuestas de mejora para el sistema penitenciario del país.
Durante los distintos encuentros en el foro se determinó que el 12% y el 13% de los reclusos presentan depresión y alrededor del 3 y 4% psicosis, con declaraciones iberoamericanas realizadas por expertos de Argentina, España, Estados Unidos, Guatemala, Puerto Rico y República Dominicana que proponen la creación de unidades especializadas de salud mental en los territorios, la realización de un censo penitenciario situacional y la formación permanente del personal carcelario en capacidad de distinguir entre síntomas mentales y faltas disciplinarias.
La Salud Penitenciaria o Salud en las Prisiones es una temática emergente que suscita interés, infortunadamente, en muy pocos actores del sector salud y mucho menos en la población general; incluso podría afirmarse que queda restringida solamente a las autoridades gubernamentales responsables del manejo del sistema penitenciario y carcelario y a organismos internacionales de ayuda humanitaria. La razón, probablemente, esté conectada con el desdén que suscita hablar de los derechos de la Población Privada de la Libertad PPL, puesto que, en el pensamiento erróneo de una buena parte del colectivo, estos seres humanos no merecen atención especial, pues el olvido y el trato rudo, a veces inhumano, es parte del castigo por haber transgredido la ley.
En grandes números las mujeres privadas de libertad presentan un vínculo más estrecho con la psiquiatría y consumen más psicofármacos que las mujeres que se encuentran en libertad.
El consumo de psicofármacos sin prescripción médica a nivel intramuros en cambio, es bajo, ubicándose en el orden del 7% para los tranquilizantes y el 5% para los antidepresivos, porcentajes algo menores al 8% estimado según algún estudio para la población general.
Las patologías mentales y sus eventuales tratamientos revisten de particular importancia en el ámbito penitenciario por numerosas razones que se esgrimen habitualmente, tales como su elevada prevalencia, su gran comorbilidad con otros trastornos mentales y adictivos y por la relación existente entre las conductas impulsivas y los comportamientos violentos.
En el seno de la psiquiatría británica, por ejemplo, desde 1939 persiste un gran debate acerca de la denominada “ley de Penrose” que propone una relación inversa entre el número de camas
en los hospitales psiquiátricos y el número de encarcelamientos, vinculando así directamente dos de instituciones represivas más importantes de las sociedades contemporáneas; y subrayando al mismo tiempo una relación estrecha entre patología mental y comisión de delitos.
Desde hace décadas se observa que todos los ámbitos penitenciarios del mundo presentan altas tasas de prevalencia de los denominados trastornos mentales. Es decir que en estos entornos reducidos y específicos se encuentran índices mucho mayores de patologías mentales que en la población en general para todas las categorías diagnósticas. No obstante, estos índices presentados por diferentes investigadores suelen ser muy diversos y variables debido principalmente a los criterios diagnósticos utilizados y a las estrategias de medición y descripción utilizadas.
En la literatura específica es posible encontrar variaciones enormes en las mediciones de los denominados trastornos de personalidad (una categoría controversial que genera recelo por su
amplitud y modos de diagnóstico) que pueden ir de un 11% en una cárcel española hasta un 60% en otra de una región próxima. Antes de cualquier lectura de datos es necesario considerar algunas cuestiones que pese a ser evidentes no son habitualmente integradas al análisis.
1) Las cárceles en general constituyen ámbitos altamente psiquiatrizados que expresan la creciente medicalización de los actos delictivos; proceso que indica un cambio político y sociocultural en la consideración del fenómeno delictivo. Dicho de otro modo, lo que otrora fue pecado, luego fue entendido como delito y por último, abordado como una expresión de algún tipo de locura.
2) Las herramientas estandarizadas para la medición de los modos y frecuencia de aparición de lo que (coyunturalmente) una época puede entender como locura no son igualmente válidos para espacios reservados para la mortificación y el castigo.
3) Las propias condiciones de reclusión sumadas al hacinamiento que se verifican en las cárceles más grandes de nuestro país, constituyen factores desencadenantes de comportamientos patológicos.
4) El funcionamiento del sistema sanitario de la prisión permite muchas veces una mayor accesibilidad a las consultas médicas y a los fármacos.
5) La administración de psicofármacos en las prisiones configuran no sólo una estrategia viable de control de población hacinada y de sus comportamientos sino que también representan una solución química para tolerar la existencia. Su prescripción constituye una de las escasas posibilidades de intervención institucional frente a las diversas formas de expresión de sufrimiento.
6) Pese a lo inhumano de muchas de sus expresiones, las cárceles (al igual que los manicomios) representan para algunas personas desesperadas y desamparadas, espacios últimos de contención; entornos que a la postre se convierten en su “habitat” natural, buscando en forma más o menos consciente la cronificación de su condición de recluso. Situación que antes que hablar de las prisiones en Uruguay señala lo dramática que puede ser la vida afuera para personas con pocos recursos y sin protección familiar o social.
Consideramos a la institución psiquiátrica como la organización social que tiene por finalidad, entre otras, la atención de ciudadanos que, por diversos motivos biológicos, psicológicos y sociales, presentan, en mayor o menor medida, una disminución de su libertad interna que les genera limitaciones en el ejercicio de sus libertades sociales.
La institución penitenciaria, tal como es entendida actualmente, tiene por finalidad actuar sobre la persona que ha sido condenada a sufrir la pérdida de la libertad, con el fin de que durante su encarcelamiento rehabilite los factores que han incidido en el desarrollo de su conducta delictiva. El ámbito epistémico de la moderna institución penitenciaria se dirige pues a un objeto próximo al definido para la psiquiatría; para una el significado y actuación sobre la conducta delictiva y para la otra la conducta anómala, compartiendo ambas instituciones, por lo tanto, zonas de intervención que tienen por objeto la vida mental y la conducta relacional significante del ser humano.
El hecho de que hasta fechas muy recientes en nuestro ámbito, la institución psiquiátrica asumiera la potestad de privar de libertad mediante el internamiento y custodiar
a las personas cuyas alteraciones de conducta, motivadas por trastornos mentales, pudieran promover daños para sí mismos o para los demás, delimitaba, a riesgo de introducir
abusos, como es patente que se produjeron, con cierta nitidez, el campo de intervención técnica de la institución penitenciaria y de la institución psiquiátrica.
El cierre de los psiquiátricos, el abandono de las funciones custodiales que en ellos ejercía la psiquiatría, está promoviendo que estas funciones sean asumidas por la administración de justicia ocasionando que por orden judicial y ante la carencia de garantías custodiales psiquiátricas, se estén promoviendo ingresos en prisión, al menos de modo preventivo, de enfermos psiquiátricos que presentan ciertos riesgos de generar con su conducta patológica «alarma» social.
Queremos señalar el riesgo de que por esta vía el presidio vuelva a poblarse, como en una situación pre-pineliana, de psicóticos, trastornos graves de personalidad, Y deficientes mentales..
Por Rafael Emilio Bello Díaz
