Esta mirada es un tributo póstumo y somero a la memoria del gran Pedro Henríquez Ureña. Mi pluma se queda corta ante tamaña figura. Soy el primero en reconocerlo, como reconozco también que mi admiración es sincera y no repara en cortedades. Vaya esto, pues, como una ofrenda escrita que no por breve es menos íntima. Aun así, guardo en el cofre de mi alma una deuda enorme con el gran humanista.
Para honrar la memoria de un ilustre ninguna ocasión es más adecuada que la fecha de su fallecimiento. Nada más deslumbrante y sabroso que el olor de la muerte. En el 78 aniversario de su extinción, el maestro dominicano apenas asoma en el imaginario intelectual dominicano. Un puñado de intelectuales dominicanos están apenas consagrados a la vida del gran humanista; puedo apretarlos en una mano: Andrés L. Mateo, Miguel D. Mena, Miguel Collado. Es «el más ilustre» y el más ignorado: cruel paradoja.
Las nuevas generaciones ven su nombre colgado en una universidad o en la Biblioteca Nacional, o aun en la Facultad de Humanidades; pero de él no saben más que eso: el nombre. Pura y simplemente. Así, el contacto con el maestro queda en un vistazo onomástico (fugaz por demás). No sé por qué, pero antes de arracar me asalta una frase del inmortal Gracián: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno; lo malo, si poco, no tan malo». En eso -la brevedad- fue don Pedro un maestro estelar: en su prosa seca y árida no hay desperdicio, no sobra una palabra. Sus ensayos son modelos de concisión y precisión. No es un cliché: es un muestrario palmario, nítido. La papelería del maestro es un inventario de perfección estilística.
Por más de una razón, Pedro Henríquez Ureña es, según Juan Bosch, «el más ilustre de los intelectuales dominicanos». Razones: el humanista, inmenso en sus múltiples dimensiones, alcanzó el estrellato intelectual en varios países, errante como era; Estados Unidos, México, Argentina, lo asimilaron y exprimieron sus conocimientos.
El desvelo de Henríquez Ureña fue engrandecer, definir, la esencia y propiedad cultural latinoamericana. A ello dedicó sus energías más vigorosas, y agotó sus esfuerzos intelectuales. Sus «Seis ensayos en busca de nuestra expresión» recogen ese afán incansable. Así, puso «La verdad sospechosa», de Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza, como obra de tema genuino, netamente mexicano y americano. No era español como pensaban ciertos gurús.
En México era una especie singular de Sócrates tropical. Desplegó allí una enorme labor pedagógica e intelectual, junto a toda una generación de poetas, escritores y pensadores, de Alfonso Reyes a Justo Sierra Méndez a José Vasconcelos. Por sus manos pasaron todos. Con Reyes se carteó y dejaron una valiosa correspondencia, rescatada felizmente por la UNPHU. Eran panas. La UNPHU, además, reunió en diez tomos sus «Obras completas». Una producción coja e insuficiente, pero obra apreciable a fin de cuentas.

El castizo maestro tenía una prosa árida, seca: nada desperdiciaba su pluma sobria. El temprano esfuerzo de la UNPHU fue inconcluso, y la Editora Nacional lanzó cinco volúmenes de sus «Obras completas». Pero este esfuerzo también quedó trunco. Así, Miguel D. Mena quiso coronar y resolver todos esos esfuerzos fallidos y publicó, creo, siete volúmenes.
Fue muchas cosas a la vez: al principio, poeta; después, cuentista infantil, ensayista, educador y conferencista. Sus conocimientos quedaron derramados en aulas, academias, escuelas, papeles y reuniones.
En 1931 regresó al país, nombrado superintendente de Enseñanza. Pensó la creación de la Facultad de Humanidades de la entonces Universidad de Santo Domingo. Fiel heredero del hostosianismo, fue artífice de una enseñanza positivista.
Ese pensamiento recala en su misma infancia. En efecto, sus padres -la poeta Salomé Ureña y el médico-político Francisco Henríquez y Carvajal- le impregnaron las enseñanzas hostosianas.
Fulminado por un infarto murió, el 11 de mayo de 1946, en Argentina. Hace 78 años. Trajeron sus restos en 1981.-




