Hay ideas que parecen sabias hasta que se enfrentan con la luz de la verdad. Una de ellas es el ateísmo, esa extraña convicción de que el universo, con toda su precisión matemática, su orden y su belleza, surgió de la nada y se sostiene por casualidad. Pero ¿no es más irracional creer eso que aceptar la existencia de un Creador? Como dijo el apóstol Pablo: “Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:20).
La fe cristiana no es un salto al vacío, sino una respuesta racional a la evidencia del diseño, de la moralidad, del alma humana y de la historia misma. Por el contrario, el ateísmo exige una fe mucho más grande, una fe ciega en el azar, en la nada y en la materia sin propósito. Para negar a Dios, el ateo debe creer que algo vino de la nada, que el orden surgió del caos, que la moralidad emergió de la amoralidad y que la vida brotó de lo inerte. Es por eso, como bien decían Geisler y Turek, “no tengo suficiente fe para ser ateo”.
La lógica del universo apunta hacia Dios
El principio más elemental de la razón dice que de la nada, nada puede surgir. La ciencia moderna ha confirmado que el universo tuvo un comienzo; incluso el Big Bang apunta a un punto inicial en el tiempo y el espacio. Pero ¿qué lo originó? Nada en la física o la cosmología puede producir algo sin causa. La materia no se crea a sí misma, la energía no surge de la ausencia absoluta. Si hubo un comienzo, tuvo que haber un Creador eterno. “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Génesis 1:1).
Los ateos contemporáneos apelan a teorías multiversales o a fluctuaciones cuánticas para escapar de esta verdad, pero todas esas hipótesis siguen dejando intacta la pregunta esencial: ¿por qué hay algo en lugar de nada? La existencia misma del universo es un testimonio constante de la mente divina. Como dijo David: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Salmo 19:1).
La moralidad es un eco del Creador
El hombre puede negar a Dios con sus labios, pero no puede borrarlo de su conciencia. Aun el ateo que proclama que no existe una ley moral absoluta vive bajo códigos éticos que asume como universales: la justicia, la honestidad, la compasión, la dignidad. Si el universo fuera solo materia y energía, ¿de dónde vendría ese sentido de bien y mal?
El apóstol Pablo lo explicó claramente: “Mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos” (Romanos 2:15). La moralidad es la huella del Creador en el alma humana. El ateísmo no puede justificarla; solo puede usarla prestada de la cosmovisión cristiana.
Decir que no existe Dios y al mismo tiempo indignarse por la injusticia es una contradicción. El mismo acto de llamar “malo” a algo implica reconocer una ley moral superior, y detrás de toda ley hay un Legislador. Si todo fuera producto del azar, la crueldad y la bondad tendrían el mismo valor. Sin embargo, el corazón humano sabe que no es así. Esa conciencia es una chispa del Dios eterno, grabada en el espíritu desde el principio.
El problema de la fe atea
El ateo se presenta como libre pensador, pero su postura exige una fe extraordinaria. Debe creer que la razón humana surgió de la irracionalidad, que la información genética, más compleja que cualquier biblioteca, se originó por accidente, y que el universo obedece leyes matemáticas sin un Legislador. Si esas leyes no proceden de una mente, ¿por qué son comprensibles por la mente humana?
Los científicos honestos, incluso los no creyentes, reconocen que el universo parece diseñado. El físico Paul Davies dijo que “el universo se comporta como si supiera que estamos aquí”. Y Albert Einstein, que nunca fue un cristiano en el sentido bíblico, admitió: “Quien no se asombra ante el misterio de la vida y del cosmos está muerto”. La incredulidad, entonces, no es una cuestión de falta de evidencia, sino de resistencia espiritual. Como escribió el salmista: “Dice el necio en su corazón: No hay Dios” (Salmo 14:1).
La ciencia no contradice a Dios, lo revela
El conflicto entre ciencia y fe es una falacia del siglo pasado. Los grandes pioneros de la ciencia, Kepler, Newton, Faraday, Pasteur y Maxwell eran hombres de profunda fe que veían en sus descubrimientos la firma del Creador. La ciencia explica el cómo de las cosas; la fe explica el por qué. El telescopio puede mostrar las galaxias, pero no puede decirnos por qué existen ni quién las encendió.
Cada ley natural apunta a un Legislador sobrenatural. La precisión con la que el universo está calibrado para la vida es tan asombrosa que muchos científicos lo llaman ajuste fino. Si la gravedad, la expansión cósmica o la carga del electrón variaran mínimamente, la vida sería imposible. ¿Es eso azar o propósito? La única respuesta coherente es que detrás del universo hay una mente inteligente, no un accidente cósmico.
Como dijo Job contemplando la inmensidad de la creación: “Él extiende el norte sobre vacío, cuelga la tierra sobre nada” (Job 26:7). Miles de años antes de que la ciencia lo descubriera, la Biblia ya lo había declarado. La ciencia cambia, pero la Palabra de Dios permanece para siempre
Cristo: la evidencia suprema
Más allá de los argumentos filosóficos y científicos, la prueba máxima de la existencia de Dios es Jesucristo. Su vida, muerte y resurrección constituyen el centro de la historia. No fue mito ni alegoría: fue un hecho comprobado por testigos que prefirieron morir antes que negar lo que vieron. “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad” (2 Pedro 1:16).
La resurrección es el golpe final al ateísmo. Si Cristo resucitó, como los hechos históricos confirman, entonces la muerte no es el fin, la materia no es el todo y el hombre no es un accidente cósmico. Jesús afirmó: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25). Ninguna filosofía humana puede ofrecer semejante esperanza.
Los ateos hablan de libertad intelectual, pero es en Cristo donde el alma verdaderamente se libera. Negar a Dios no es una señal de independencia, sino de esclavitud espiritual. El hombre sin Dios está condenado a vagar en un universo sin sentido, mientras el creyente camina con propósito hacia la eternidad.
Creer en Dios no es huir del razonamiento; es abrazarlo. La fe bíblica no se opone a la evidencia, sino que la interpreta correctamente. “La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (hebreos 11:1).
El cristianismo no exige fe ciega, sino confianza fundada en un Dios que ha hablado, que se ha revelado en la historia y en la conciencia humana. El ateísmo, en cambio, es una fe sin esperanza. Cree sin pruebas en la nada, y se aferra a la casualidad como sustituto de la divinidad. Por eso, como escribió el apóstol Pablo, “profesando ser sabios, se hicieron necios” (Romanos 1:22).
Yo no tengo suficiente fe para ser ateo. Me basta con mirar el cielo, escuchar la voz de mi conciencia, ver el poder transformador del Evangelio y sentir la presencia viva de Cristo. Esa es la fe razonable, la fe que salva, la fe que da sentido a todo. Porque sin Dios, el universo es un accidente; pero con Dios, el universo es un mensaje.
Por Javier Dotel
El autor es Doctor en Teología.
