El no admitir un “no sé” no debería ser un delito profesional, pero lo cierto es que, en el instante en que un líder comienza a “pretender”, algo empieza a quebrarse.
Pretender saberlo todo es miedo.
Miedo a perder autoridad.
Miedo a que la gente vea la fragilidad.
Miedo a dejar de encajar con una imagen de perfección que nunca fue real.
Y lo más irónico es que, en ese acto de autoprotección, lo que realmente se pierde es la confianza. Ponerse a la defensiva activa un mecanismo para proteger el ego que, sin darse cuenta, cierra conversaciones, cierra puertas y cierra posibilidades, y desde ahí se apagan ideas, se pierde iniciativa y se desgasta la lealtad porque cuando un líder se defiende más de lo que escucha, deja de ser un referente y se convierte en un símbolo que nadie quiere replicar.
El liderazgo sostenido en apariencia siempre termina distanciándose emocionalmente del equipo.
Admitir que no se sabe algo, pedir tiempo para entenderlo y abrir espacio para que otros aporten es un acto de honestidad que no resta autoridad, al contrario, la multiplica. En la autenticidad es donde las personas encuentran un verdadero punto de apoyo, a veces basta una frase sencilla —“vamos a revisarlo juntos”— para que un equipo recupere la confianza y la libertad de pensar.
La gente puede perdonar un error, pero le cuesta perdonar una actuación. Un equipo no necesita un líder que finja seguridad; necesita un ser humano que sostenga su palabra y acepte sus límites.
Cuando un líder deja de proteger su ego y se presenta como realmente es, inspira.
nadie sigue a un héroe perfecto, la gente sigue a quienes puede confiar.
Por Belma Polonia González
Profesional en Gestión Humana, enfocada en el desarrollo del talento, la cultura
organizacional y el bienestar laboral. Se caracteriza por crear experiencias que conecten a las personas con su propósito profesional y humano.
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