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19 de diciembre 2025
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OpiniónJavier DotelJavier Dotel

Navidad, fiestas paganas

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Cada mes de diciembre el mundo cristiano se sumerge en una celebración que, con el paso del tiempo, ha dejado de ser analizada críticamente. Luces, árboles, regalos, personajes míticos y un intenso movimiento comercial envuelven lo que se presenta como la conmemoración del nacimiento de Jesucristo. Sin embargo, una pregunta incómoda pero necesaria debe ser planteada con honestidad bíblica: ¿estamos celebrando un acontecimiento ordenado por Dios o participando de una tradición religiosa heredada del paganismo y legitimada por la costumbre?
La fe cristiana no se sostiene sobre emociones, tradiciones populares ni consensos culturales, sino sobre la revelación escrita de Dios. Por esa razón, todo aquello que se practique en nombre de Cristo debe pasar por el filtro ineludible de la Escritura. Cuando aplicamos ese principio a la Navidad, el silencio bíblico es absoluto. No existe en toda la Biblia un solo mandamiento, ejemplo apostólico o referencia histórica que indique que la iglesia primitiva celebrara el nacimiento de Jesús, y mucho menos en una fecha específica.

Este dato, por sí solo, debería llevar al creyente a una profunda reflexión. La iglesia del primer siglo, guiada por el Espíritu Santo y formada por testigos directos del ministerio de Cristo, no celebró su nacimiento. En cambio, sí obedeció con exactitud una orden expresa del Señor: conmemorar su muerte. Jesús no dijo “celebrad mi nacimiento”, sino “haced esto en memoria de mí”, refiriéndose claramente a su sacrificio en la cruz. El cristianismo bíblico se centra en la redención, no en el folclore religioso.

Entonces, ¿de dónde surge el 25 de diciembre? La respuesta no se encuentra en Jerusalén, ni en los evangelios, ni en la tradición apostólica, sino en el corazón del Imperio Romano. Mucho antes de que el cristianismo fuera tolerado, Roma celebraba en esos días festividades dedicadas al sol y a deidades agrícolas. El solsticio de invierno marcaba un momento clave en los cultos paganos, asociados al renacimiento del sol y al ciclo de la naturaleza. Estas celebraciones incluían banquetes, excesos, intercambio de regalos y suspensión de labores, elementos que hoy resultan inquietantemente familiares.

Cuando el cristianismo fue institucionalizado y adoptado como religión oficial, no se produjo una conversión espiritual del imperio, sino una adaptación religiosa. En lugar de abandonar sus fiestas, muchas de ellas fueron rebautizadas. El nacimiento de Cristo fue ubicado estratégicamente en la misma fecha donde ya existían celebraciones profundamente arraigadas, facilitando así una transición superficial, pero no una transformación espiritual real.

La Biblia, sin embargo, es contundente en su advertencia. Dios prohíbe de manera clara aprender y adoptar las costumbres de las naciones cuando estas nacen de la idolatría. El problema no es la fecha en sí, sino el origen espiritual y el significado que la acompaña. Dios nunca ha aceptado que lo santo sea mezclado con lo profano, ni que la verdad sea adornada con elementos de engaño para hacerla más atractiva.

A esta mezcla se suman símbolos que hoy son defendidos como inofensivos, pero cuyo trasfondo espiritual es abiertamente pagano. El árbol adornado, exaltado como emblema de la Navidad, no tiene raíces cristianas ni bíblicas. Su origen se encuentra en antiguos cultos idolátricos donde los árboles eran símbolos de fertilidad, vida y poder sobrenatural. La Escritura no romantiza estas prácticas, las denuncia. El pueblo de Dios no fue llamado a reinterpretar la idolatría, sino a apartarse de ella.

Algo similar ocurre con la figura de Santa Claus. Aunque presentado como un personaje infantil y benigno, ha logrado desplazar a Cristo del centro del mensaje. Para muchos niños, y no pocos adultos, diciembre gira en torno a regalos, expectativas materiales y recompensas terrenales. El resultado es una generación que conoce más al personaje vestido de rojo que al Salvador crucificado. Cuando una figura ficticia ocupa el lugar de Cristo en la narrativa familiar y cultural, no estamos ante un detalle menor, sino ante una distorsión espiritual grave.

Algunos argumentan que lo importante es la intención del corazón. Sin embargo, la Biblia jamás enseña que la buena intención justifique una práctica contraria a la voluntad revelada de Dios. El becerro de oro también fue presentado como una celebración para Jehová, y aun así fue severamente juzgado. Dios no acepta adoración contaminada por desobediencia, aunque venga envuelta en lenguaje religioso.

Desde el punto de vista bíblico e histórico, tampoco existen evidencias de que Jesús haya nacido en invierno. Los relatos evangélicos indican condiciones climáticas y sociales incompatibles con el mes de diciembre en la región de Judea. La fecha fue establecida siglos después, no por revelación divina, sino por conveniencia institucional.

El resultado de todo este proceso ha sido una Navidad profundamente desfigurada. Se habla de paz mientras aumentan los excesos. Se canta sobre amor mientras crece el endeudamiento y la frustración. Se menciona a Jesús, pero se le relega a un segundo plano frente al comercio, la tradición y la presión social. No es casualidad que durante estas fechas se incrementen los accidentes, los conflictos familiares y las tragedias provocadas por el desenfreno.

Esto no significa que el cristiano deba rechazar la convivencia familiar, la gratitud o la generosidad. Significa que debe ejercer discernimiento espiritual. El creyente no está llamado a seguir la corriente cultural, sino a examinarlo todo a la luz de la Palabra de Dios. Celebrar a Cristo no requiere una fecha impuesta por el paganismo ni símbolos ajenos al evangelio. Cristo debe ser exaltado todos los días mediante una vida rendida, obediente y separada del sistema del mundo.

La verdadera pregunta no es si celebramos o no la Navidad, sino a quién estamos honrando realmente con lo que hacemos. Cuando la tradición contradice la Escritura, el cristiano debe tener el valor de escoger la verdad, aunque resulte incómoda.

Porque la fe auténtica no se somete a la costumbre, se somete a Dios.


Por: Javier Dotel.
El autor es Doctor en Teología.

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