Venimos al mundo sin nada. Ni títulos, ni dinero, ni seguidores, ni cuerpos perfectos. Apenas un llanto que anuncia que estamos vivos. Y, sin embargo, nos pasamos toda la vida corriendo detrás de lo que nos han dicho que “necesitamos” para ser alguien: carros, casas, viajes, ropa, reconocimiento. Es una carrera absurda, porque al final todos terminamos en el mismo lugar: con las manos vacías, justo como llegamos.
El problema no es querer tener. El problema es confundir tener con ser. Te llenas los bolsillos, pero sigues con el alma vacía. Compras todo lo que el mercado dice que te dará felicidad, pero esa felicidad se rompe a los cinco minutos, como un juguete barato. Y ahí estás otra vez, persiguiendo el próximo objeto, el próximo título, la próxima meta, creyendo que ahora sí, ahora serás suficiente.
Lo más irónico es que mientras corremos detrás de lo que no tenemos, vivimos renegando de lo que ya somos. No nos gusta nuestro cuerpo, no nos gusta nuestro carácter, no nos gusta nuestra historia. Queremos cambiarnos como si fuéramos versiones defectuosas de un producto en oferta. Lo que nunca entendemos es que nuestra rareza es nuestra perfección. Lo que desprecias de ti, alguien allá afuera lo desearía con toda el alma.
Pero estamos ciegos. Nos enseñaron a odiarnos primero para vendernos después la cura. Nos convencieron de que siempre nos falta algo. Y en esa trampa se nos va la vida, olvidando lo esencial: no vinimos para acumular, vinimos para vivir. Para sentir. Para dejar que el alma se llene de cosas que no se pueden comprar.
Procura que cuando te toque irte —porque nos tocará a todos— no te lleves una casa llena de cosas y un corazón vacío. Que tu equipaje invisible esté cargado de risas, de abrazos, de historias. Porque lo único que te vas a llevar de este mundo es lo que realmente viviste.
Por Ann Santiago
