Hoy, al despertar y pensar en el revuelo por el que atraviesa mi país, no pude evitar concluir algo incómodo pero honesto: seguimos padeciendo una profunda falta de solvencia testicular. Nos faltan los huevos para hacer lo que se debe hacer. Porque hacer lo correcto, en este país, casi siempre te coloca del lado equivocado de la historia. Del lado del “conflictivo”, del “exagerado”, del que “no sabe cómo funcionan las cosas”.
Y mientras pensaba en eso, volvió a mí, como un eco persistente, algo que escuché muchas veces cuando era niña. Frases que, sin saberlo, forjaron mi carácter rebelde y mi intolerancia absoluta frente a la injusticia.
La primera me la repetía mi abuela, una mujer de temple, de esas que ya casi no existen:
“Trata a los demás como esperas que te traten a ti o a los tuyos.”
Hoy, al mirar alrededor, entiendo que el mundo carece —urgentemente— de más abuelas como la mía. Mujeres que formaban valores, no discursos.
La segunda frase no sé exactamente dónde la escuché o leí, pero penetró tan hondo en mí que jamás la olvidé:
Lo que está mal está mal, aunque lo haga todo el mundo. Y lo que está bien está bien, aunque no lo haga nadie.
El caso de SENASA no solo destapó corrupción. Eso sería reducirlo demasiado. Lo que hizo fue desnudar el funcionamiento real del sistema y, peor aún, evidenciar cómo nosotros —la prole— hemos aprendido a aceptarlo como algo normal.
Nos dicen que, si tenemos aptitudes y actitudes para la política, debemos pertenecer a un partido. Que no hay forma de llegar a nada creando uno desde cero. Ahí está Guillermo Moreno como ejemplo constante.
Y es cierto: pertenecer a un partido ya instituido parece lo lógico.
El problema no es pertenecer.
El problema es que, al militar en uno de esos partidos, firmas también tu integridad.
Porque si ves algo que no está bien, no puedes alzar la voz sin convertirte en enemigo de tu propia estructura. Y si eres mujer —y no hija de la oligarquía política de turno— el ascenso no se mide en méritos, sino en cuántos estrujones estás dispuesta a soportar con los cabecillas.
Nos guste o no, todo el discurso feminista y el crecimiento femenino aún no han sido suficientes para impedir que las mujeres sigan siendo sexualizadas como moneda de cambio en la política.
Hoy pensé cuánto nos haría falta un hito del periodismo como Orlando Martínez Howley.
Alguien con el valor de escribir, sin rodeos: ¿Por qué no, señor presidente?
¿Por qué, si este gobierno ha tenido tantos delincuentes y corruptos como funcionarios, por qué no tener la dignidad de renunciar?
¿Por qué, si este país le quedó tan grande a usted y a su gabinete —ocupados, al parecer, más en meter mano que en servir—, por qué no renunciar?
Supongamos que en campaña se adquirieron deudas. Deudas que luego se pagan colocando gente sin capacidad ni moral en puestos clave. Entiendo que, en países donde la democracia es solo una fachada, esas deudas siempre se pagan igual, pero aun así, me niego a creer que la máxima autoridad —quien elige a sus ministros y a su gabinete— no sepa a quién mete en su gobierno.
Me niego a creer que el presidente no entienda cómo funciona el país que gobierna.
Me niego a creer que la máxima autoridad viva ajena a cómo funciona el sistema fuera del Palacio Nacional y de su burbuja.
Me niego a creer que no sepa que mientras se anuncian reformas y planes, los hospitales siguen operando con carencias básicas y los pacientes continúan siendo víctimas de la desorganización y la corrupción.
Me niego a creer que no sepa que médicos, enfermeras y personal de salud sobreviven entre sueldos precarios, sobrecarga laboral y un sistema que castiga al que trabaja y premia al que tiene contactos.
Me niego a creer que no sepa que un médico que estudió durante años, sacrificando vida social, salud y sueño, al graduarse dependa de favores o pagos para conseguir una plaza, mientras el sistema público de salud colapsa.
Me niego a creer que no esté al tanto de que para acceder a una residencia o a un nombramiento haya que pagar.
Me niego a creer que no sepa que muchos funcionarios tienen nóminas llenas de personas que ni siquiera conocen el lugar donde “trabajan”, y que esos salarios se reparten como botín entre el que presta la cédula y el que firma.
Me niego a creer que ignore que la educación pública sigue rezagada, que muchas escuelas carecen de condiciones dignas y que miles de jóvenes salen del sistema sin oportunidades reales.
Me niego a creer que no sepa que la inseguridad, la desigualdad y la impunidad no son percepciones: son realidades diarias para quienes viven fuera de los privilegios del poder.
Me niego a creer que no sepa que este país funciona para unos pocos y se rompe para la mayoría.
Me niego a creer que no sepa que la corrupción no solo roba dinero: roba tiempo, salud, dignidad y vidas.
Me niego a creer que no sepa que el sistema está diseñado para cansar, para que la gente se rinda, para que aceptar lo inaceptable parezca normal.
Y si lo sabe —que es lo más probable— entonces el problema no es ignorancia.
Es responsabilidad.
Me niego a creer que no sepa que gobernar no es inaugurar obras ni dar discursos, sino garantizar dignidad, justicia y servicios básicos.
Me niego a creer que no sepa que cuando un Estado falla así, la renuncia no es debilidad: es decencia.
Por eso pienso que hace falta otro Orlando Martínez.
Porque él sí habría tenido los huevos —los cocos bien puestos— para escribir:
¿Por qué no, señor president e? ¿Por qué no renuncia si el país que juró servir se le está saliendo de las manos?
Y habría sabido, como lo supo entonces, que decir la verdad en este país tiene un precio.
Un precio que a él le costó la vida, pero que, aun así, valió la pena.
Por Ann Santiago
