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26 de abril 2024
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OpiniónRolando RoblesRolando Robles

Luis Graveley, cinco años después  

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En verdad, un lustro es mucho tiempo, si se cuentan uno por uno los 1827 días que han transcurrido. Sin embargo, siento que fue justo ayer cuando dijimos adiós al amigo ido a destiempo; y por eso pretendo hoy, rememorar y compartir, lo que se me ocurrió al momento de su despedida.

Si le busco algún sentido figurado, quizás filosófico, pudiera decir que Luis dio un paso al frente; que pasó a mejor vida, que se nos adelantó al evento inexorable; que volvió, como todos, al punto inicial que, a fin de cuentas, es también el final.

Como ya no estará mas entre nosotros -cuando menos por ahora- no voy a entrar en detalles de cómo fue su partida, ni de la certeza que tenía de que su tren, el último, ya se acercaba a la estación.

Pero si puedo asegurarles que él estaba en el andén, equipaje en mano y mirando tranquilo a lo lejos, hasta donde los rieles desaparecen de la vista. El tren llegó a sus espaldas, pero él ni siquiera se inmutó; simplemente lo abordó.

Como hacen los viajeros de “primera clase”: abordan con indiferencia, se acomodan y jamás se enteran de quien les pasa por el lado, rumbo a los asientos traseros. O por lo menos, eso pretenden hacernos creer.

Confieso, que no tuve el valor de mirarle a la cara en los momentos finales. No quise sentir la amargura de ver al amigo alejarse en silencio, mientras simulaba una sonrisa. Siempre supe que, dejarme una imagen de tristeza, nunca fue parte de su plan; y tampoco fui al hospital al apagarse las luces.

Y le agradezco la decisión de no permitir su velatorio en la funeraria. Luis dispuso, con la autoridad habitual, ser incinerado lo mas pronto posible; y de verdad que lo entendí y lo he celebrado, mas por mí que por él.

Nunca me explicó por qué no quería ser velado al estilo tradicional; pero infiero que fue por caballerosidad, para que alguno de sus compañeros de antaño no se viera en el aprieto de “rendir honor” a sus restos, porque eso es lo que ordena el protocolo, que, a su parecer, es el traje perfecto para la simulación.

De cualquier manera, ya Luis dejó atrás el infortunio y fijó residencia en los confines del Hades; se ha ido y como dice Cortez: “cuando un amigo se va, galopando su destino, empieza el alma a vibrar, porque se llena de frío”.

Por eso abandonaré la ruta de mis pensamientos y buscaré recordar al Luis estoico, el que nunca se quejaba, el que soportó callado la furia de los que, a fuerza de lengua y cobardía -pero siempre a sus espaldas- se erigieron en modernos inquisidores, para condenar sus diferencias de criterio con el “establishment”.

Él validó su independencia, respetando la de los demás. Jamás atisbó por las ventanas ajenas y mucho menos por las rendijas que la vida va dejando en las casas de aquellos que construyen con desparpajo.

El Graveley que yo quiero recordar hoy, es el que con dedicación y mucha paciencia, razonaba con sus camaradas, porqué la política es tan sólo el arte de lo posible. El que con absoluta creencia y pasión extrema afirmaba que: Gobierno Compartido no significa Gobierno Repartido.

Aquel que con vehemente convencimiento me explicó cuándo y cómo aparece el “sexto sentido”, ese don maravilloso que algunos adjudican a las mujeres, de forma exclusiva y equívoca.

El que justificaba la naturaleza recordando que el “sentido común” nace cuando se entiende la perfección de la creación. El que argumentaba la realidad de poseer dos ojos, dos orejas, dos manos y hasta dos salidas nasales; mientras en cambio, sólo se tiene una boca.

Es el que pensaba que el Creador quería estar seguro de que los humanos oyeran, vieran, olfatearan y hasta tentaran, el doble de lo que hablan. Dios, según Graveley, pretende que la cautela siempre modere la relación de los hombres con sus congéneres.

Finalmente, solamente quiero decir a la gente que conocí alrededor de Luis Graveley, que hay mucho que aprender de ese cocolo insigne, que perdió la batalla por conservar su ración de aire para respirar.

Si pasamos revista a su vida, con seguridad hallaremos una estela de logros y satisfacciones, que llegaron todas por mérito propio. A contrapelo de las desavenencias, que no siempre tuvieron autenticidad de origen, ni justificaron su existencia.

Lo que me cautivó y ató a Luis Graveley -hasta que pude- fue su incesante demanda por el conocimiento. Esa eterna disposición de averiguar dónde empieza y termina la verdad; pero, sobre todo, convertir en hábito el placer de compartirla. Y mas aun, cómo separar las verdades nuestras de las verdades ajenas, porque ambas suelen cambiar de sentido en la mente de los mediocres.

Lo que me separó del entrañable amigo, fue mi incapacidad para evitar que de frente a mí -como pasa ante el espejo- él se pudiera ver reflejado. Porque ese reflejo, estoy seguro, podría tener serias distorsiones, pero siempre sería un retrato fiel de cómo veía mi alma al camarada cuya luz se apagaba inexorablemente.

Renuncié a ser portador de las malas nuevas y una vez consumado el hecho, solo puedo decir, desde lo mas recóndito de mi ser:

¡Vete en paz guerrero, que siempre te recordaremos!

¡Vivimos, seguiremos disparando!

POR ROLANDO ROBLES

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