Para nosotros resulta extraño pensar que la gordura, en algún momento de la historia, fue símbolo de belleza y poder. Hoy, en pleno siglo XXI, de cada diez interacciones con nuestras pantallas, al menos dos están relacionadas con programas de pérdida de peso. La industria del adelgazamiento genera más de 250 mil millones de dólares al año. Pero no siempre fue así.
En el siglo XVI, la gordura era un signo de superioridad descomunal. Luis VI de Francia, apodado “el Gordo”, o Enrique VIII de Inglaterra, fueron retratados con cuerpos voluminosos como emblemas de opulencia y autoridad. Las Tres Gracias de Rubens, por su parte, exaltaban cuerpos femeninos voluptuosos como ideal estético. En ese contexto, el pecado capital de la gula tenía un significado distinto: no era una falta, sino una expresión de poder y abundancia.
Hoy, la sociedad ha rediseñado sus propios cánones. El fenómeno del fitness está en todas partes, y aunque más relajado, el canon de belleza europeo sigue dominando. La delgadez se ha convertido en sinónimo de éxito, autocontrol y deseabilidad.
Cuando era niño, jugábamos a “amagar y no dar, dar sin reír”. Esa misma lógica parece regir la vida pública dominicana: pecados a medias. Por un lado, se defiende la moral; por otro, se tolera la doble moral. Como advirtió el Nobel de Física Reinhard Genzel, la sociedad actual ha perdido la pasión por la verdad. Solo le importa lo que puede ver, no lo que puede comprobar.
Vivimos en la era más informada de la historia humana. Cualquier persona con acceso a internet puede obtener información medianamente confiable con un solo clic. Pero el problema no es solo el acceso: es saber qué preguntar y qué discriminar. Ese discernimiento es el que debería guiarnos, sobre todo cuando se utilizan bots, creadores de opinión o periodistas para lanzar una funda voladora —como decimos en mi pueblo, una bolsa cargada de porquería que puede estallar en la cara de cualquier transeúnte inocente.
Cuando un ciudadano, político, pastor o sacerdote recibe una explosión hedionda, lo primero que debemos hacer es buscar la verdad.
Quiero compartir una verdad personal: durante toda mi juventud rechacé la política. Sin embargo, me involucré en un movimiento social que unificó los ánimos de mi pueblo. Como vocero, conocí la crueldad de un gobierno opresor que intentó silenciarme en varias ocasiones, encubriendo la corrupción de sus funcionarios. Ese mismo gobierno, que nunca llevó a juicio a nadie por los abusos cometidos, hoy se suma a las protestas contra el actual.
Los pecados capitales siguen vigentes, pero con una diferencia: las consecuencias ahora se materializan dentro del marco jurídico. Por eso, quiero felicitar públicamente al presidente Luis Abinader, por demostrar que no tiene cómplices, y por reafirmar, con cada caso, que su compromiso es con la ética y el bienestar del pueblo dominicano.
