Los derechos fundamentales constituyen la expresión más depurada del constitucionalismo moderno. Su existencia no es fruto de una concesión estatal ni de un acto de mera benevolencia política, sino la afirmación histórica de la dignidad humana como valor supremo del orden jurídico. Desde la filosofía política clásica hasta las constituciones contemporáneas, los derechos fundamentales se han consolidado como el límite y, al mismo tiempo, la razón de ser del poder público, garantizando que toda autoridad emane del respeto a la persona y a su libertad.
Históricamente, la noción de derechos fundamentales hunde sus raíces en el pensamiento ilustrado del siglo XVIII, aunque sus precedentes filosóficos pueden rastrearse en la tradición grecolatina y en la concepción cristiana de la persona. Los textos fundacionales del constitucionalismo liberal —la Declaración de Virginia de 1776, la Constitución de Filadelfia de 1787 y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789— marcaron la ruptura definitiva con el absolutismo, al proclamar que el individuo es titular de derechos anteriores y superiores al Estado. El paso de los derechos naturales a los derechos positivos significó la institucionalización de la libertad en la forma jurídica.
Durante el siglo XIX, el constitucionalismo liberal redujo la noción de derecho fundamental a la esfera civil y política, concibiendo al individuo como sujeto abstracto frente al Estado. Fue el constitucionalismo social del siglo XX el que amplió la comprensión de los derechos, incorporando las dimensiones económica, social y cultural. A partir de la Constitución mexicana de 1917 y la de Weimar de 1919, surgió una concepción más integral del ser humano, dotando a los derechos de contenido material y no solo formal, en consonancia con la idea de justicia social y con el principio de igualdad real.
El Estado social y democrático de derecho, consolidado tras la Segunda Guerra Mundial, introdujo una revolución jurídica y moral: los derechos fundamentales se erigieron en el centro del sistema constitucional, vinculando todos los poderes públicos y convirtiéndose en parámetro de validez normativa. En esta etapa, el pensamiento jurídico se nutrió de autores como Luigi Ferrajoli, Robert Alexy y Gregorio Peces-Barba, quienes concibieron los derechos no solo como normas morales sino como garantías institucionales exigibles mediante mecanismos jurisdiccionales efectivos.
En el ámbito internacional, la positivización de los derechos humanos a través de la Carta de las Naciones Unidas de 1945 y la Declaración Universal de 1948 inauguró una nueva fase: la internacionalización de la protección jurídica de la persona. Desde entonces, los sistemas regionales —europeo, interamericano y africano— han reforzado el principio de universalidad, situando la dignidad humana en el núcleo del derecho internacional público. Esta tendencia influyó profundamente en los constitucionalismos latinoamericanos de fines del siglo XX, al incorporar el denominado “bloque de constitucionalidad” como herramienta de armonización entre el derecho interno y el derecho internacional.
En la República Dominicana, la Constitución de 2010 representa la culminación de ese proceso evolutivo. Por primera vez, el texto fundamental dedica un título íntegro a los derechos fundamentales, estructurado en torno a la dignidad humana, la libertad y la igualdad. El artículo 38 reconoce expresamente la dignidad como principio rector del ordenamiento, mientras el artículo 40 define el conjunto de derechos inherentes a la persona. Esta consagración no solo amplió el catálogo de derechos, sino que impuso al Estado el deber de garantizar su efectividad mediante mecanismos jurisdiccionales especializados, entre ellos la acción de amparo y la jurisdicción constitucional concentrada.
El Tribunal Constitucional dominicano ha desarrollado una jurisprudencia progresiva que fortalece la eficacia directa de los derechos fundamentales, reafirmando su aplicabilidad inmediata frente a todos los poderes públicos. Casos emblemáticos sobre libertad de expresión, debido proceso, igualdad, hábeas data y tutela judicial efectiva han consolidado una cultura constitucional que, aunque en evolución, marca el tránsito hacia un verdadero Estado de derecho sustantivo.
Desde una perspectiva filosófica, los derechos fundamentales no son solo normas de jerarquía superior, sino expresiones concretas de un consenso ético-político acerca de la inviolabilidad de la persona humana. Constituyen la traducción jurídica del principio moral de respeto recíproco que sustenta toda convivencia democrática. Así lo entendieron Dworkin y Rawls, al concebir la justicia como equidad y los derechos como “cartas de triunfo” frente al poder mayoritario.
El desafío contemporáneo consiste en preservar esa herencia frente a los nuevos riesgos: la desigualdad estructural, la manipulación informativa, la vigilancia digital y el debilitamiento de las instituciones. En la era tecnológica y global, la defensa de los derechos fundamentales exige una reinterpretación de sus alcances, incorporando la protección de datos personales, la autodeterminación informativa y los derechos digitales como nuevas dimensiones de la libertad y la dignidad humana.
Por ello, estudiar los derechos fundamentales no es un ejercicio de erudición constitucional, sino una tarea política y moral que compromete a toda sociedad democrática. Constituyen, en última instancia, el punto de encuentro entre la filosofía del ser humano, el derecho positivo y la aspiración permanente de justicia. En ellos se sintetiza la idea misma de Constitución: un pacto que pone la dignidad humana en el centro de la comunidad política.
Por José Manuel Jerez
