Los derechos de libertad constituyen el núcleo esencial de los derechos fundamentales y la base del constitucionalismo moderno. Su reconocimiento expresa la afirmación de la autonomía individual frente al poder del Estado y el reconocimiento de la persona como sujeto moral y jurídico. Desde las revoluciones liberales del siglo XVIII hasta las constituciones democráticas actuales, la libertad ha sido el valor más invocado y, al mismo tiempo, el más debatido, porque toda libertad presupone límites que garantizan la convivencia y la igualdad.
En su origen filosófico, la libertad fue concebida como atributo ontológico del ser humano. Para Locke y Rousseau, la libertad natural es el punto de partida del contrato social, mientras que para Kant representa la capacidad de autodeterminarse conforme a la razón. En el pensamiento moderno, John Stuart Mill la asoció con la autonomía moral y el derecho a la diferencia, e Isaiah Berlin distinguió entre libertad negativa —ausencia de coacción— y libertad positiva —capacidad de autodirección—. Estas categorías han servido de fundamento teórico para la construcción del Estado liberal y del Estado constitucional.
En el plano jurídico, las libertades fundamentales son derechos de defensa frente al Estado. Su función es limitar el poder público y garantizar al individuo un espacio de acción donde pueda desarrollar libremente su personalidad. Entre las libertades clásicas destacan la libertad personal, la libertad de conciencia y religión, la libertad de pensamiento y expresión, la libertad de tránsito, la libertad de asociación y la libertad de reunión. Todas ellas conforman un entramado de garantías que protegen la esfera privada frente a la injerencia estatal.
No obstante, ninguna libertad es absoluta. En un Estado constitucional de derecho, las libertades encuentran su límite en los derechos de los demás y en la protección del orden público democrático. La libertad individual no puede ejercerse de manera que destruya las condiciones mismas de convivencia o vulnere la dignidad de otros. Este principio, formulado por John Stuart Mill en su célebre “ensayo sobre la libertad”, inspira hoy el criterio de proporcionalidad como herramienta para armonizar los valores en conflicto.
El principio de proporcionalidad, desarrollado por la jurisprudencia constitucional alemana y acogido en toda Europa y América Latina, exige que toda restricción a un derecho fundamental sea legal, necesaria y razonable. Ello implica que el Estado sólo puede limitar una libertad cuando sea indispensable para proteger un interés constitucionalmente legítimo, y siempre mediante medios adecuados y proporcionales. De esta manera, la tensión entre libertad y autoridad se resuelve en el marco de la racionalidad jurídica y no del poder arbitrario.
En la República Dominicana, la Constitución de 2010 reafirma la centralidad de los derechos de libertad en su artículo 40, que reconoce la libertad personal, la inviolabilidad de la correspondencia, la libertad de tránsito, de asociación y de pensamiento. Asimismo, el artículo 49 garantiza la libertad de expresión y el derecho a la información, estableciendo que su ejercicio no puede estar sujeto a censura previa. Sin embargo, el mismo texto constitucional prevé que su uso debe realizarse con respeto a los derechos ajenos y a la protección de la seguridad y el orden público.
El Tribunal Constitucional dominicano ha sostenido que el ejercicio de la libertad, aun siendo un derecho inherente a la dignidad humana, debe realizarse conforme al principio de responsabilidad social. En decisiones como la TC/0032/12 y la TC/0075/13, el Tribunal ha señalado que la libertad de expresión no ampara los discursos de odio ni las manifestaciones que lesionen los derechos fundamentales de terceros. En ese sentido, la libertad no puede erigirse como privilegio para vulnerar la honra o la intimidad.
Desde una perspectiva comparada, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reiterado que la libertad de pensamiento y expresión constituye piedra angular de la democracia, pero ha subrayado también que su ejercicio comporta responsabilidades especiales. El caso “La Última Tentación de Cristo vs. Chile” marcó un hito al establecer que las restricciones deben interpretarse restrictivamente y siempre bajo el principio de proporcionalidad. De igual modo, la Corte ha reconocido que las libertades religiosas, de asociación y de reunión son esenciales para la participación ciudadana y la deliberación democrática.
En el constitucionalismo contemporáneo, la noción de “orden público democrático” adquiere relevancia como parámetro para legitimar las restricciones a los derechos de libertad. A diferencia del antiguo orden público autoritario, el orden público democrático no protege al Estado frente al individuo, sino al individuo frente a la arbitrariedad y la violencia. Su finalidad no es imponer uniformidad, sino preservar las condiciones para el ejercicio plural y responsable de la libertad.
En definitiva, los derechos de libertad son la expresión más visible del respeto a la dignidad humana y la condición indispensable de toda democracia constitucional. Su límite no es el capricho del poder, sino la exigencia de convivencia justa que impone el orden público democrático. En esa tensión permanente entre libertad y autoridad se juega el sentido mismo del Estado de derecho, cuya legitimidad depende de garantizar que cada persona sea libre, pero nunca a costa de la libertad o la dignidad de los demás.
Por José Manuel Jerez
