El yo perfecto, vive en el interior de nosotros y en lugar de él, parecerse a nosotros, nosotros somos quienes nos parecemos a él.
En consecuencia colocamos un sello de bueno y válido, sólo a nuestros puntos de vista y criterios, adversando las opiniones y comportamientos de los demás.
«Si hubiera sido yo, eso no pasaría.» A mi, nadie me hace eso, si te hubieras llevado de mí, otra cosa sería; esas y otras expresiones son muy recurrentes escucharlas en los «Yos perfectos.»
El yo perfecto, siempre va de la mano con un supuesto orgullo, y de un sagrado principio que bajo ninguna circunstancias da su brazo a torcer y cede la razón de su parecer, aunque otra idea resulte más adecuada o certera que la suya.
El yo perfecto, acostumbra responder sin escuchar, actúa por impulso y si se equivoca, casi nunca se disculpa y cuando así lo hace, no se excusa, sólo simula un simple gesto de asentimiento, no más.
Son tantos los yos perfectos; los psicorrigidos, estrictos en cumplir al pie de la letra las reglas establecidas en todo cuanto realizan sin faltas, ni fallos.
Hay otros yos perfectos, que son astutos, inteligentes y habilidosos, dicen ser impolutos, visten de lino inmaculado, como santos terrenales incapaces de dar malos pasos y caer en deslices humanos.
Tienen la virtud de ser muy convincentes, tanto así, que le llaman líderes y dirigentes, mucha gente le sigue, los elige y los designa sus autoridades
En sus manos ponen todo el erario público, el que a veces malversan y distraen, además de defraudar y tirar por el suelo las esperanzas de quienes confiaron en su elocuencia y el histrionismo verbal de sus grandilocuentes discursos
Promesas en las que toda solución era posible, solo era cuestión de llegar al poder y decir las palabras mágicas ¡Abracadabras!, y todo cambiaría.
Llegaron al poder y todavía San Cristóbal, está esperando los ¡abracadabras!, prometidos.
Con Dios siempre, a sus pies.
Por Leonardo Cabrera Diaz
