Senasa no es un caso aislado: es el espejo roto del sistema
Hay instituciones que deberían ser intocables. No por privilegio, sino por dignidad. Senasa es una de ellas. Un seguro estatal creado para proteger a la población más vulnerable, termina hoy expuesto como un escenario donde se mezclan intereses, acusaciones, silencios inconvenientes y personas que, según la Procuraduría, podrían haber convertido la salud pública en un negocio privado.
Y te lo digo desde lo más personal: cuando escucho estas denuncias, no pienso en expedientes ni en tecnicismos. Pienso en la gente. En los que hacen fila desde las cinco de la mañana buscando una autorización. En las madres que rezan para que un medicamento llegue a tiempo. En los pacientes de alto costo que viven con el corazón en la mano porque su salud depende de un papel sellado.
Por eso este caso duele de una forma distinta: porque sabemos que, si algo falló, no falló en oficinas; falló en vidas.
El caso estalló públicamente con la mira puesta en su entonces director, Santiago Hazim, y un grupo de colaboradores acusados de presuntas irregularidades en contrataciones y manejo interno.
Los nombres aparecieron rápido en titulares, pero el proceso no ha avanzado a la velocidad que el país esperaba. Aun así, en los últimos días se han movido fichas importantes: Hazim, el empresario Eduardo Read y otras seis personas han sido llevadas a la Procuraduría para ser interrogadas dentro de la investigación. No fue un simple trámite administrativo. Fue una señal de que, por lo menos de manera formal, el expediente sigue vivo.
Y la sociedad reaccionó.
Distintos sectores han expresado apoyo a que se continúen las acciones legales. El mensaje es claro: si se tocó dinero público, si se manipuló un sistema diseñado para garantizar tratamientos, medicamentos y acceso a servicios de salud, no puede haber intocables.
Ni cargos, ni apellidos, ni conexiones políticas.
Sin embargo, esta historia no es tan lineal como algunos quisieran.
Mientras unos respaldan las medidas, otros denuncian irregularidades dentro del mismo proceso, alegando que hay personas vinculadas al caso que han sido reubicadas, aparentemente protegidas o movidas a puestos lejos del escrutinio, incluso fuera del país.
La organización Frente Amplio no se quedó callada: exigió explicaciones y celeridad, advirtiendo que lo peor que puede pasar es que este expediente termine siendo “otro archivo más en la larga tradición dominicana de olvidos selectivos”.
Y sí, duela reconocerlo o no, esa preocupación es legítima.
Porque cuando un caso toca un servicio público tan esencial como la salud, la gente exige algo más que ruedas de prensa: exige consecuencias.
Exige que se publiquen auditorías completas.
Exige que las licitaciones investigadas se expliquen sin dobleces.
Exige que se diga, sin adornos, quién hizo qué y a favor de quién.
Pero sobre todo, exige que se acabe el guion desgastado de las investigaciones que empiezan con escándalo y terminan diluidas entre tecnicismos legales, recursos interminables y amnesia colectiva.
Lo que pasa dentro de Senasa no es solo un caso administrativo: es un reflejo perfecto de cómo se ha manejado el poder en este país durante décadas.
Cuando una institución creada para garantizar salud termina envuelta en presuntas redes de corrupción, el mensaje es brutal: aquí lo sagrado también se negocia.
El riesgo más grande no es la indignación.
El riesgo es que la gente se acostumbre.
Que aceptemos que “así es el sistema”.
Que ya ni nos sorprenda que la salud —esa cosa tan básica— se administre entre intereses que nada tienen que ver con el bienestar público.
Por eso este caso todavía importa.
Porque la herida no sana solo con nombres en titulares. Sana cuando hay justicia, cuando hay transparencia, cuando se corta la raíz del problema y no solo las ramas que se ven feas en fotografías.
Hasta ahora, Senasa es una herida abierta, latente.
Una que el país está mirando con dolor, con rabia, pero también con la esperanza —mínima, pero viva— de que esta vez sí llegue el día en que las cosas cambien de verdad.
Y que lo que se pudrió, finalmente, se limpie.
Por Ann Santiago
