En un mundo cada vez más acelerado y digital, mirar hacia las navidades del pasado no es solo un ejercicio de nostalgia, sino una forma de rescatar los valores que realmente dan sentido a esta época del año: la unión, el afecto y la gratitud compartida.
Cuánto añoro las navidades de antes.
Las navidades de antes están grabadas en mi memoria como una fiesta sagrada del alma, una celebración familiar donde todo giraba en torno al amor, la unión y los sabores de la tradición.
Mamá, con esmero y dedicación, se encargaba personalmente de organizar y dirigir los preparativos de la cena navideña. Todo era hecho en casa, con cariño y perfección. El lechón asado, la ensalada rusa, el moro de guandules, las verduras y vegetales, todo dispuesto con una delicadeza que hoy me parece imposible de repetir. Nada faltaba.
En otra mesa contigua se colocaban, como parte del ritual de Nochebuena, las bebidas tradicionales: el infaltable anís del mono, el ponche Crema de Oro, los vinos Cinzano y Moscatel, el romo criollo y, por supuesto, una botella de whisky. Papá no bebía otra cosa que no fuera su whisky. Esa noche era sagrada para él y para mamá.
La familia entera se sentaba a la mesa. Papá en su lugar, y mamá al final, pues no se sentaba del todo hasta no asegurarse de que cada detalle estuviera en orden. Supervisaba hasta el último pormenor con su mirada amorosa.
Los invitados eran siempre personas muy cercanas: amigos entrañables, familiares queridos. La abuela, mamá Niña, no podía faltar. Su presencia completaba el cuadro de una noche perfecta.
En aquellos tiempos, incluso los más pequeños teníamos nuestro papel: aprendíamos villancicos de memoria para cantarlos en la cena, o nos encargaban llevar la bandeja de dulces, donde no podían faltar las galletas de jengibre, las gomitas dulces de variados colores, los turrones y los dátiles rellenos de nueces… A veces, los mayores organizaban un aguinaldo que recorría varias casas del vecindario, acompañados por güira, tambora y guitarra. ¡Qué alegría escuchar aquellos cantos al caer la noche!
A la medianoche llegaban más familiares y amigos para “depalotar” la bebida. Entonces la casa se llenaba de risas, brindis, abrazos y canciones. Al final, todos quedábamos «ahumados», como decíamos. No podíamos ni cruzar los pies del cansancio y el jolgorio. Y al otro día, la resaca era casi un castigo… pero un castigo que sabíamos llevar con una sonrisa.
Todo eso sucedía en Bonao, en aquellos años en que la Navidad tenía alma y los recuerdos se tejían alrededor de una mesa.
Tampoco faltaban los detalles simbólicos que hoy se han perdido: el nacimiento cuidadosamente armado en un rincón de la sala, con figuras de barro y musgo natural; la estrella de Belén colgada en la ventana; las tarjetas navideñas que llegaban por correo y se exhibían con orgullo en una cuerda con pinzas; los juegos de dominó bajo la mata de mango. Y cómo olvidar los fuegos artificiales improvisados: luces de bengala, voladores y pequeños petardos (Los famosos busca pies) que hacían saltar de susto al más desprevenido.
Hoy, las navidades han cambiado. Se han transformado en celebraciones más ruidosas, más comerciales, a veces hasta más solitarias, donde lo esencial suele perderse entre luces artificiales y regalos sin alma. Aquel espíritu integrador, sano y profundamente humano, parece desvanecerse entre pantallas y agendas apretadas.
Las navidades de antes, aquellas que aún guardo en el corazón, estaban llenas de sentido: eran un ritual de encuentro, de afecto compartido, de gratitud por lo vivido y esperanza por lo que vendría. No necesitábamos mucho para ser felices, solo estar juntos. El amor tenía lugar en cada plato servido, en cada brindis sincero, en cada abrazo sin prisa.
Hoy más que nunca, debemos volver la mirada hacia esa memoria luminosa. No para quedarnos en la nostalgia, sino para rescatar lo que nos hacía verdaderamente humanos. Que las nuevas generaciones conozcan ese calor de hogar, esa alegría sin artificios, esa manera hermosa de decir con gestos: te quiero, estoy contigo, me importas. Porque si algo deberían enseñarnos las navidades de antes, es que el mayor regalo sigue siendo la presencia del otro, el amor en su forma más sencilla y verdadera.
Finalmente, soy un amante de la palabra y de las tradiciones que nos definen, escribo desde el corazón para conservar la memoria cultural y emocional de nuestro país. Mi próximo libro «Memorias para comprender el presente y pensar el porvenir», recogerá memorias como esta, entre relatos íntimos y reflexiones universales.
Por Domingo Núñez Polanco
