En este país hay gente que ve en un trozo de plástico la llegada del Apocalipsis. No es una metáfora: la nueva cédula de identidad, antes de nacer, ya tiene un club de enemigos convencidos de que es poco menos que la llave de una dictadura. No es que sospechen; es que lo saben, como se sabe que en la nevera hay cerveza o que la tostada va a caer del lado de la mantequilla.
Los periódicos y las redes sociales, que algunos no sirven para muchas cosas, pero sí para fabricar motines sin sudar, llevan meses entregadas a la misión de salvarnos de este documento diabólico. Algunos lo hacen con un fervor religioso, como si el mismísimo Lucifer hubiera ganado la licitación; otros, menos creativos, se limitan a repetir lo que oyen y a contar “me gusta” como quien cuenta votos en un colegio electoral de fantasía. El juicio sereno, que aquí ya es especie en extinción, no tiene cabida: cualquier debate técnico se convierte en un estadio donde la gente grita con pancarta y megáfono.
No soy de los que defienden funcionarios; ni por oficio ni por gusto. Pero a Román Jáquez, presidente de la Junta Central Electoral, le ha tocado comerse un disparate con cuchara sopera. Cambiar la cédula no es un capricho: es una obligación técnica, legal y, sobre todo, de sentido común. Como renovar un pasaporte o actualizar un antivirus.
El cuerpo humano es una máquina que se empeña en cambiar con los años: el pelo encanece, la cara se arruga, los ojos se achican. También cambian las huellas dactilares, y los patrones biométricos que nos distinguen se gastan como los zapatos. Por eso, en países donde las cosas funcionan, la identificación se actualiza cada cierto tiempo. Nadie protesta. Aquí, en cambio, parece que nos tocan la cédula y nos roban la infancia.
Un pasaporte, ese papel con tapas duras que te deja cruzar fronteras, caduca. Y no para molestar, sino para cumplir con normas internacionales. La cédula, que en casa vale lo mismo que un pasaporte, debería obedecer la misma lógica. Pretender que dure intacta veinte años es como creer que el disquete volverá a ser tendencia.
Otra teoría de moda: la Junta se sacó de la manga la fecha de vencimiento. Falso. Está en la ley. No fue un antojo de madrugada ni un castigo bíblico. Pero claro, cuando algo viene en forma de decreto o ley, la mitad del país sospecha que es una trampa.
Eso sí, la transparencia es obligatoria. Si en el proceso hay millones de por medio, no basta con decir “confíen”: hay que poner veedores independientes, enseñar las facturas y dejar que la gente mire por encima del hombro. Un proceso limpio desarma a los que, con pruebas o sin ellas, viven de gritar “corrupción” como si cobraran por volumen.
El costo es otro drama. “Demasiado caro”, dicen. Claro que lo es. La seguridad tecnológica, como el buen café, no se regala. Los países que se toman en serio sus bases de datos invierten mucho. El problema es que aquí cualquier gasto estatal se interpreta como banquete privado.
La pregunta no es si gastamos, sino cómo. Si el dinero se gasta bien, con licitación real y empresas competentes, el precio deja de ser escándalo. Lo demás es ruido, y el ruido no protege la identidad de nadie.
Hay algo que apenas se menciona: la nueva cédula ayudará a limpiar el registro civil. Y eso significa que habrá gente que, por primera vez, no podrá colarse en la fila de la nacionalidad. No todos aplauden eso.
El problema es que hemos convertido el debate público en un ring. Ya no se discute si algo es bueno, sino si sirve para armar una disputa. Y así, cualquier modernización —incluso la más sensata— se convierte en conspiración.
La cédula no es el enemigo. El enemigo es esta costumbre de convertirlo todo en un pleito infinito, de sospechar antes de pensar.
El ruido pasará, como pasa siempre. Las redes sociales seguirán fabricando tormentas para después olvidarlas como si fueran mensajes viejos de WhatsApp. Y un día, sin anuncio oficial ni conferencia de prensa, te sorprenderás haciendo fila en el banco, sacando la nueva cédula del bolsillo para un trámite cualquiera. El cajero la mirará, te mirará a ti, y no pasará absolutamente nada.
Ese será el entierro del gran escándalo nacional: una transacción bancaria de lunes por la mañana. No habrá marcha, ni trending topic, ni un solo tuit indignado. Solo el silencio burocrático del sello y la firma. Y tú, guardando la cédula en la cartera, buscando después en la calle un colmado donde te fían sin preguntar si es nueva o vieja. Porque en este país, al final, lo único que no caduca es la memoria selectiva.
Marino Berigüete
Politólogo.
