Hace un año, en diciembre de 2024, el Tribunal Constitucional, mediante la Sentencia TC/0765/24, declaró inconstitucional la Ley núm. 10-15, que modificó algunos artículos de la Ley núm. 76-02, que constituye el Código Procesal Penal, debido a una omisión en el procedimiento legislativo que conllevó a la violación del principio democrático. La Alta Corte decidió otorgar una inconstitucionalidad diferida, es decir, un plazo para que dicha ley fuera expulsada del ordenamiento jurídico, fijando como fecha límite el 11 de diciembre de 2025, e instó al Congreso Nacional a corregir los vicios contenidos en la norma declarada inconstitucional.
Lo lógico habría sido trabajar de inmediato en la enmienda de la infracción constitucional contenida en la Ley núm. 10-15, depositando una iniciativa legislativa con el mismo contenido de la norma impugnada. Sin embargo, el debate legislativo quedó olvidado hasta el segundo semestre de 2025. Faltando pocos meses para que se cumpliera el plazo otorgado por la exhortación del Tribunal Constitucional, se comenzó apresuradamente a elaborar una “reforma integral” del Código Procesal Penal, algo distinto a lo que indicó nuestra Alta Corte.
Dicha reforma se conoció con premura, respondiendo a la celeridad y no a un proceso deliberativo adecuado. Se atendieron únicamente las observaciones realizadas por la Procuraduría General de la República, lo cual no sería cuestionable si se hubiese escuchado también a los demás actores y auxiliares del sistema de justicia penal, como los abogados, la defensoría pública y los jueces. Al escucharse únicamente al Ministerio Público, órgano persecutor del Estado, surgió el escepticismo entre diversos sectores. Sin embargo, el verdadero asombro llegó al leer el contenido de la recién promulgada Ley núm. 94-25.
Un ejemplo es que su entrada en vigencia se rige por los plazos establecidos en el Código Civil; es decir, en 48 horas será aplicable en todo el territorio nacional, sin ningún proceso de capacitación masiva a los auxiliares de la justicia, quienes requieren el conocimiento de la norma que regula el inicio y el fin del procedimiento penal. Ello tendrá como resultado un verdadero desorden procesal, producto de la falta de formación adecuada sobre la nueva normativa.
Otro punto a destacar es la existencia de numerosas disposiciones que operan en detrimento de garantías constitucionales del imputado. En términos más elegantes, podría afirmarse que “flexibilizan” las reglas del debido proceso para propiciar condenas, incluso cuando no se cumplan adecuadamente las garantías procesales. Esto constituye un perjuicio directo a la tutela judicial efectiva, que exige que las partes gocen de los mismos derechos en el proceso penal.
Existen muchos otros aspectos cuestionables, cuya explicación nos llevaría a una exposición más técnica que ameritaría otra entrega. Sin embargo, la realidad es que la procrastinación legislativa en torno a esta reforma generará, en el corto, mediano y largo plazo, consecuencias jurídicas que revelarán las distorsiones de la norma, en especial por su contradicción frente a precedentes del Tribunal Constitucional relativos al plazo razonable, la tutela judicial efectiva, el debido proceso y el derecho a la defensa.
Todo lo que se deja para última hora está sujeto a fallas, fruto de no actuar a tiempo ni con el análisis adecuado. La procrastinación convierte pequeñas tareas en grandes problemas, y grandes oportunidades en silenciosas pérdidas. Lo mismo ocurre cuando se entrega a destiempo un ensayo académico: el resultado nunca será igual a uno trabajado con el tiempo necesario. Eso es precisamente lo que presenciamos hoy con la procrastinación legislativa: al dilatar reformas urgentes y trabajarlas a la carrera, se perpetúan vacíos y contradicciones normativas que lesionan el interés público.
Por Felix Nova Hiciano
