En tiempos como los de actuales en países donde existe un alto desarrollo tecnológico la sociedad valora la excelencia, la eficiencia y la perfección, algo que nos mueve a pensar en la siguiente paradoja. Aquel que es el mejor haciendo algo, nadie lo supera haciendo lo contrario. Esta frase es difícil de procesar, incluso absurda a primera vista, pero cuando la analizamos con detenimiento, nos abre un espacio de reflexión sobre la naturaleza del poder humano, sus límites y su orientación moral.
Pensemos por un momento en el mejor constructor de proyectos civiles de todos los tiempos. Su dominio sobre los materiales, estructuras y procesos constructivos es tan absoluto que conoce cada unión, cada resistencia y cada debilidad. Ese mismo conocimiento, orientado en sentido contrario, lo convierte también en el más eficiente destructor. Como en la ciencia este no necesita ensayo ni error. Él sabe exactamente dónde golpear para demoler lo que otros tardarían mucho tiempo en lograr. Su maestría en la creación, paradójicamente, lo convierte en insuperable en la destrucción.
Este fenómeno del que estamos hablando se repite en muchos otros ámbitos. Podríamos afirmar que el que ama con la mayor intensidad, podría ser también el más capaz de herir. El que defiende la verdad con precisión conoce tan profundamente la estructura del lenguaje y de la razón, que podría manipular la mentira de manera impecable. Incluso el mejor estratega de paz sería, con idénticas habilidades, el más temible en la guerra.
Todas estas ambivalencias revelan que la excelencia no es en sí misma buena ni mala. Es un poder neutro que se define por el uso que se le da. Por ejemplo, La técnica puede ser perfecta y la intención equivocada. Esta es una herramienta formidable que puede inclinarse hacia la construcción o hacia la destrucción. Y así el problema no está en alcanzar su poder, sino en carecer de una orientación ética que la dirija hacia el bien.
Podríamos hacer un ejercicio de contrastar en la forma siguiente, pensemos en aquel que es “malo en lo malo”. Si fracasa al intentar dañar, su ineficacia termina siendo un beneficio para los demás. Su torpeza se traduce en menos daño, en menos dolor, en menos injusticia. Su incompetencia es, de manera indirecta, un triunfo del bien. Y así sin proponérselo, su incapacidad para ejecutar lo malo se convierte en una forma de salvación para otros.
Sin embargo, la verdadera tensión no radica en los torpes del mal ni en los mediocres del bien. El verdadero riesgo está en los que alcanzan la cima en cualquier ámbito de la vida. Porque quien llega a ser el mejor en algo, arrastra consigo el poder de ser también el mejor en su contrario. Y allí radica la paradoja y, al mismo tiempo, el desafío.
Desde mi punto de vista la lección está clara. Y esta demás decirles a las instituciones de formación académica que no les debería bastar con formar individuos excelentes en lo técnico, en lo profesional o en lo intelectual. Necesitamos, sobre todo, formar individuos conscientes, capaces de usar esa excelencia con sentido de justicia y responsabilidad. La educación, las instituciones y la sociedad en su conjunto no deberían limitarse a producir los “mejores” en cada área, sino los más éticos, los más comprometidos con la vida y con el bien común.
Entonces esa búsqueda de la excelencia en sociedades como la nuestra sin conciencia exacta de lo que persiguen es un arma de doble filo. Esta puede dar origen a héroes que transforman o a villanos que destruyen. En estas circunstancias lo que marcaría la diferencia no es la perfección en sí, sino la orientación que damos a esa perfección. Por eso, más que celebrar y premiar a los que logran hacer las cosas “perfectamente bien”, deberíamos preguntarnos siempre. ¿perfectamente bien, para qué?
En última instancia, entendemos que la grandeza del ser humano no radica en ser insuperable en algo, sino en elegir poner su poder al servicio de la humanidad. Porque el mejor recurso humano, sin conciencia, será siempre una amenaza. Pero si el mejor, se inclina al bien, se pudiese convertir en una esperanza para todos.
POR DERBY GONZÁLEZ
