Hubo un tiempo, no tan lejano, en que la Navidad se sentía antes de verse. Los jóvenes quizá no se identifiquen con lo que voy a decir, pero a ellos les hablo: cuando sus padres salían a la calle, ya se sabía que era diciembre… y no por el calendario, sino por el olor.
Y es que todavía están en mi mente los coquitos navideños que partíamos con una piedra y hasta con los dientes. El olor en las aceras: la manzana, la uva guindando en los puestos y hasta la pera madura; ese aroma dulce y fresco que se mezclaba con el aire y anunciaba que diciembre había llegado.
Olor al cerdo atravesado por un palo de madera, asándose lentamente, y al humo que salía de una lata cortada a la mitad (un pedazo de tanque) que ponían los vendedores de cerdo en casi cada esquina.
Olor a pasteles en hoja calientes, a café recién colado, a pan tibio.
Y los merengues navideños por todas partes: el Conjunto Quisqueya cantando “que todo pueblo hermano tenga felicidad”, Johnny Ventura con “Esta Navidad yo quiero beber”, y hasta aquella de “Y si Zaida se opone… qué le voy a hacé”.
En esos tiempos la Navidad entraba primero por la nariz, por los oídos… y yo que lo viví puedo decir que nos entraba también por los sentimientos y por el corazón.
Las calles olían a fiesta.
Las casas olían a familia.
Los patios olían a encuentro.
Y los vecinos eran vecinos.
Se mandaban platos de comida de una casa a otra.
Mi amada madre Grecia Reyes ida a destiempo siempre decía: “Llévale esta cena a Ana y a Pitola”, fundadores del barrio donde crecimos, y ellos hacían lo mismo enviándonos la suya.
“Mándale a María Mercedes, que vive al frente”, una de sus mejores amigas, que estuvo ahí hasta el final de sus días.
Así se hacía con todo el vecindario: cerdo para la vecina, telera para el otro. Y eso no era caridad: era comunidad.
Había charamicos que la juventud de hoy no conoce, charamicos es aquellos arbolitos humildes de los pobres, adornados con algodón, con papelitos, con lo que hubiera. Y eran tan Navidad como cualquier árbol caro de hoy.
Hoy, en cambio, la Navidad ya no huele igual.
No se siente en la calle. No flota en el aire. No se mete por las ventanas.
Hoy vivimos en edificios de 40, 50 y 60 familias, enlatados unos encima de otros… y ni así nos conocemos.
Y si nos vemos en el ascensor, es un “hola, hola”, si acaso.
No se manda un plato. No se toca una puerta. No se cruzan miradas.
Vivimos juntos, pero vivimos solos.
Cambiamos el humo del cerdo por el humo del tráfico.
El café compartido por el “pónmelo para llevar”.
La visita por el mensaje.
La conversación por la pantalla.
Y así, sin darnos cuenta, la Navidad se nos fue apagando… no porque se haya ido, sino porque dejamos de vivirla como se vivía.
No abundaré mucho en esto porque daría para otro escrito, pero aunque la tecnología tiene beneficios, ha dejado vacíos muy importantes, sobre todo en lo que respecta a la humanización.
A los que vivimos esos tiempos tan sublimes nos duele.
Y nos duele porque no perdimos solo un olor ni una costumbre: perdimos una forma de encontrarnos, de cuidarnos, de sentirnos parte de algo.
Tal vez no sea tarde.
Tal vez la Navidad no esté muerta, solo dormida.
Esperando que alguien vuelva a cocinar para otro, a tocar una puerta sin avisar, a sentarse sin prisa.
Porque la Navidad no está en las vitrinas ni en las redes sociales.
Está en ese gesto sencillo que hace que el otro no se sienta solo; está en el amor al prójimo en un abrazo y en comprender la esencia divina y bíblica de lo que realmente es la Navidad.
Y eso… todavía podemos recuperarlo.
LA VIDA
