ENVÍA TUS DENUNCIAS 829-917-7231 / 809-866-3480
30 de diciembre 2025
logo
3 min de lectura Una mirada al presente

La manía de usar mascarilla

La gente sigue usando cubrabocas./Fuente externa.-
Compartir:

Un dicho es un puñado de siglos, una cápsula de prácticas ancestrales. Es más que una limosna verbal. Repito uno de larga data: «La costumbre hace ley». Los abogados conocen bien ese decir: las leyes hunden sus raíces en el hábito común, en la costumbre de todos los días. Las costumbres son hijas profundas de la práctica humana, y adquieren tal apego que se vuelven leyes. Alcanzan, así, una dimensión inquebrantable y sancionadora. Razón mayor: quebrantar una ley es quebrantar una costumbre y es, por tanto también, quebrantar una comunidad, patear su ethos. Otro dicho como razón suficiente: «El que se lleva de consejo, muere de viejo».

Los antepasados han legado su sabiduría honda y longeva, con frases, sentencias y máximas. Así, los dichos son dosis de sabiduría popular, comprobadas y reconfirmadas por la práctica humana, que durante siglos se va enquistando en el alma de los pueblos. La norma, es decir lo normal, brota de esa praxis incesante y permanente. Repito una vez más: violar un dicho popular es como dar una patada a nuestros abuelos, tatarabuelos y otros ancestros lejanos, esos que dejaron su sabiduría derramada en palabras sabias. Recordemos que la palabra era para ellos, más que una ley, una sentencia de vida o muerte. Los antepesados no conocían documentos ni tenían que firmar: les bastaba con su palabra fiel, con esa promesa salida de una boca inquebrantable y cerrada. No había más contrato que una palabra. La palabra era vida. A su manera lo dice la Biblia: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Jn. 1,1).

Pero la vida cambió, y la palabra también. Los intereses materiales se tragaron -y devaluaron- las palabras, y el ser humano no debía ya confiar en un simple decir. Hasta la boca se deshumanizó. En lo adelante todo debía ser escrito y estampado con puño y letra. El engaño estableció su reinado, y vinieron los documentos. El hombre perdió la magia de su palabra.

Claro, la palabra se hizo escrita, se transfiguró y se volvió papel: surgieron contratos, documentos, rúbricas a diestra y siniestra. Se pasó de la boca deshumanizada y devaluada a una estampa, una firma a mano. Se entintó la lengua. (Eso es la pluma: una lengua entintada.)

Resumen diario de noticias

Recibe en tu correo las noticias más importantes del día

He hecho este largo preámbulo antes de señalar la costumbre de usar mascarilla. Quiero subrayar esa manía y esa repetición monótona de una cotidianidad amenazada. El virus cambió la vida humana. La mascarilla escondió nuestra sonrisa y disimuló nuestros disgustos, y aun así se quedó. A pesar de la abolición de esas medidas anticovid, la gente sigue con la manía del cubrebocas. El contagio no solo es viral: la manía también se pega. El hastío tiene su límite, pero llegó para quedarse. El fastidio de llevar esa mordaza se hizo moneda común y corriente.

Me pasó en día reciente. Temprano en la mañana entré a un conocido supermercado. Todos tenían mascarilla, ¡menos yo! Y todos me miraban con extrañeza, como se mira a un forastero. Era yo una amenaza, un bicho raro en ese negocio cerrado. Pareciera que yo era un rebelde, un anarquista en ese supermercado. ¡Un terrorista sanitario!

Creo que la pandemia llegó para quedarse. La mascarilla es la prueba mejor. Sin embargo, no pocos esperaban con ansias el desmonte de ese mandato. Unos -inclusive- perdieron su empleo y otros se enfermaron. Un señor abandonó su trabajo porque la mascarilla lo estaba enfermando. La renuncia fue su remedio. Pero el remedio era también enfermedad.