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29 de diciembre 2025
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OpiniónJabes RamírezJabes Ramírez

La Iglesia y el Estado buscando la relevancia perdida

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En República Dominicana se ha vuelto frecuente observar cómo ciertas instituciones, tanto estatales como religiosas, buscando recuperar la influencia que antaño ejercían de manera orgánica sobre la vida social y moral del país. Durante décadas, la sociedad dominicana avanzo económicamente sin construir con claridad los modelos culturales que aspiraba a proyectar hacia el futuro, lo que ha producido generaciones con una moral más aspiracional que real. En ese vacío, distintas estructuras intentan ocupar el rol que, de árbitros morales, aun cuando su legitimidad ya no fluye naturalmente desde la sociedad. El resultado es un escenario donde la regulación cultural y moral institucional parecen querer imponerse más como reacción que como proyecto. Ese desplazamiento revela un conflicto profundo. Se perdió la capacidad de formar cultura desde la coherencia y ahora queremos hacerlo desde la ansiedad.

Esa dinámica se hace visible en las recientes discusiones sobre el papel que debe jugar o no el Ministerio de Cultura y la invocación que hacen algunos grupos acerca de proponer iniciativas de moralización al vapor, que no son más que formas de censura soterrada. En lugar de incentivar un desarrollo cultural amplio, plural y sostenido, algunas propuestas parecen buscar la imposición de ciertos parámetros morales desde arriba. Ese movimiento contradice la naturaleza misma de la cultura, que surge como una expresión espontanea de la sociedad y no como diseño exclusivo del Estado. Pretender moralizar por decreto es repetir errores históricos que solo profundizan la distancia entre la institucionalidad y la vida cotidiana de la gente. Y en una sociedad donde la moral ya no es univoca ni centralizada, esta estrategia solo alimenta tensiones innecesarias.

Paralelamente, sectores del liderazgo religioso también han adoptado estrategias dirigidas a reafirmar su relevancia social en medio de un cambio cultura que, guste o no, les supera. La organización de una marcha púbica contra lo que denominan radicalismos islámicos es un ejemplo claro de cómo se recurre a gestos altamente visibles para reposicionarse en el debate nacional. En un país donde la presencia musulmana es limitada y no representa un problema social significativo esta acción puede ser interpretada por distintos observadores como un intento de producir una alarma donde momentáneamente no existe. La prudencia es buena, al igual que la gestión de los riesgos; es entendible la preocupación musulmana, pero tratándola al margen de la reacción emocional. Esta performatividad religiosa contrasta con la postura mucho más prudente que históricamente se ha adoptado frente a otras tensiones culturales del país, lo cual pone en evidencia cierta selectividad estratégica. Esa selectividad estratégica tiene menos que ver con teología y más con visibilidad pública.

Esa asimetría en las prioridades revela el fenómeno de instituciones que en el pasado disciplinaban la cultura desde una autoridad orgánica. Hoy, parece depender de las confrontaciones simbólicas para reafirmar su posición. La pérdida de influencia moral ha generado una búsqueda urgente de temas que permitan recuperar centralidad en el debate social, incluso si ello implica amplificar riesgos o simplificar realidades. La iglesia y el Estado no deben aspirar a proyectarse como ejes que se quedaron al margen y que solo buscan proyectar control sobre un campo que ya no dominan. En vez de acompañar los procesos sociales, se intenta conducirlos por medio de advertencias, marchas o regulaciones. El problema es que ese tipo de intervención no transforma cultura, sino que la tensiona. No proyecta instituciones fuertes, sino simple variables faltantes de coordinación.

Lo que debería preocuparnos como país no es la diversidad religiosa ni las expresiones culturales propias de otras sociedades, sino la manera en que nuestras instituciones gestionan esas diferencias. La cultura no se construye desde el pánico ni desde la censura. Son fortalecidas con modelos claro, coherentes y compartidos. Cuando las instituciones recurren a la alarma o al espectáculo, renuncian a la pedagogía y a la formación. La cultura necesita una visión que parta de nuestras realidades y aspiraciones, no de reacciones aspectos que no correspondan a nuestro contexto. Sin ese enfoque, seguiremos atrapados en moralismos tácticos y no en proyectos culturales estratégicos.

Nuestro desafío es superar la confrontación moral sobre la base de compartir visiones que puedan encaminar proyectos unificados para avanzar hacia un proyecto cultural maduro, plural y auténtico. Ni el Estado ni la iglesia pueden suplir con regulaciones y eventos lo que solo se logra mediante una construcción social paciente y sostenida. La moralización no puede ser un mero acto administrativo ni una competencia simbólica. Es un proceso consensuado y orgánico. Si las instituciones continúan buscando autoridad desde la reacción y no desde la propuesta, cerremos el riesgo de perpetuar una guerra moral innecesaria. Y ese escenario, lejos de fortalecer la cultura nacional, solo profundizaría las heridas que aún no hemos sabido cerrar.


Por Jabes Ramírez 

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