«El viejo mundo muere, y el nuevo lucha por nacer: ahora es tiempo de los monstruos» – Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel No.3, 1930.
I. Introducción: El Nuevo Tablero Geopolítico Americano
El siglo XXI ha reconfigurado el escenario geopolítico global, y América Latina y el Caribe se encuentran en el epicentro de una renovada disputa por la influencia y los recursos. En este contexto, se observa un resurgimiento de una estrategia de contención por parte de Estados Unidos, que recuerda a las doctrinas de la Guerra Fría, pero adaptada a los nuevos actores y desafíos. Esta política ya no se enfoca exclusivamente en la contención del comunismo, sino en frenar la creciente presencia de lo que Washington denomina «actores malignos», principalmente China y, en menor medida, Rusia. La administración estadounidense ha manifestado explícitamente que la seguridad económica es seguridad nacional, restringiendo la inversión extranjera directa hacia sus adversarios y consolidando una estrategia de security-shoring. Este enfoque busca relocalizar las cadenas de suministro en países «amigos» o cercanos geográficamente, pero impone una lógica de alineamiento geopolítico que limita la soberanía económica de las naciones latinoamericanas y las presiona para que reduzcan sus lazos con Pekín.
América Latina, con su vasta riqueza en recursos naturales estratégicos, biodiversidad y una posición geográfica privilegiada, se ha convertido en un territorio clave en esta contienda. La región posee un tercio de la producción mundial de cobre, más del 67% de las reservas de litio —el «oro blanco» de la transición energética— y aproximadamente el 40% de la biodiversidad del planeta. Esta dotación de recursos, crucial para las industrias del futuro, atrae a nuevos actores geopolíticos como China, que ha incrementado exponencialmente su presencia a través de inversiones, comercio y cooperación tecnológica, desafiando la hegemonía histórica de Estados Unidos. En este interregno gramsciano, donde el declive de la hegemonía unipolar estadounidense es el viejo mundo que agoniza y la emergencia de un orden multipolar es el nuevo que pugna por nacer, las estrategias coercitivas de Washington —sanciones económicas, guerra jurídica (lawfare) y operaciones de influencia— emergen como los «monstruos» de un poder que se resiste a ceder su dominio.
Este artículo plantea como tesis central que dichas políticas coercitivas, lejos de erradicar los proyectos políticos progresistas en la región, han actuado como un catalizador involuntario para su resiliencia y adaptación. La presión externa, si bien genera inestabilidad y costos económicos y sociales significativos, no logra anular las demandas populares por mayor igualdad, soberanía y justicia social que sustentan a estos movimientos. Por el contrario, en muchos casos, fortalece los discursos nacionalistas, fomenta la búsqueda de alianzas extra-regionales para ganar autonomía y obliga a las fuerzas progresistas a innovar en sus formas de organización y participación política. A través de una resiliencia electoral, social y geopolítica, demuestran una notable capacidad para sobrevivir a los ataques, reagruparse y, cíclicamente, retornar al poder.
II. El Peso Geopolítico y el Arsenal de la Coerción Estadounidense
A. El valor estratégico de la región: Recursos, biodiversidad y posición geográfica
La importancia geopolítica de América Latina y el Caribe radica, en gran medida, en su extraordinaria dotación de recursos naturales, que son fundamentales para la economía global del siglo XXI. La región es un actor protagónico en el mercado de minerales críticos para la transición energética. Concentra un tercio de la producción mundial de cobre y posee las mayores reservas de litio, con Bolivia, Argentina y Chile formando el «Triángulo del Litio», que controla más del 67% de los recursos mundiales. El interés es palpable: entre 2005 y 2024, se anunciaron proyectos de inversión extranjera directa (IED) en minerales y metales por un total de 230.065 millones de dólares. Además, la región alberga el 40% de la biodiversidad mundial, el 22% de la cobertura forestal (incluida la mayor parte de la Amazonía, el «pulmón del planeta») y el 30% de los recursos de agua dulce, activos geoestratégicos en un mundo que enfrenta una crisis climática y ecológica. Sin embargo, esta riqueza ha sido históricamente una «maldición», atrayendo la explotación y el saqueo. Prácticas neocoloniales como la biopiratería persisten, donde empresas y centros de investigación extranjeros han patentado conocimientos ancestrales y recursos genéticos, como en los casos de la maca peruana, el frijol enola mexicano o el tepezcohuite de Chiapas, despojando a las comunidades locales de su patrimonio.
B. Las herramientas de dominio
1. Medidas Coercitivas Unilaterales (MCU)
Las MCU son una de las herramientas más visibles y controvertidas de la política exterior estadounidense. Estas acciones, que violan principios fundamentales del derecho internacional como la no intervención, la no coacción y la igualdad soberana de los Estados, afectan a más de un tercio de la humanidad y buscan forzar cambios en las políticas internas de los países sancionados. Los casos de Cuba y Venezuela son paradigmáticos. Contra Venezuela, Estados Unidos ha aplicado casi 1.000 medidas coercitivas, creando un complejo y asfixiante sistema basado en leyes como la Public Law 113-278 y órdenes ejecutivas como la 13692, que declara al país una «amenaza inusual y extraordinaria» para su seguridad nacional. Estas sanciones bloquean activos, restringen el acceso a mercados financieros y penalizan a terceros que comercien con el país, con el objetivo declarado de lograr un «cambio de régimen». En el caso de Cuba, la Ley Helms-Burton de 1996 codificó el embargo y amplió su alcance extraterritorial, buscando disuadir la inversión extranjera en la isla.
2. Lawfare (Guerra Jurídica)
El lawfare, o la utilización de la ley como un arma de guerra, se ha convertido en una estrategia central para desestabilizar gobiernos progresistas y neutralizar a sus líderes. Esta táctica combina acciones judiciales, a menudo sin pruebas sólidas y con flagrantes violaciones del debido proceso, con campañas mediáticas coordinadas para construir una narrativa de culpabilidad y deslegitimar al adversario político. El caso más emblemático es la Operación Lava Jato en Brasil, que condujo al impeachment de la presidenta Dilma Rousseff en 2016 y al encarcelamiento del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, impidiéndole competir en las elecciones de 2018. Documentos filtrados por The Intercept (el «Vaza Jato») revelaron una colaboración sistemática entre el juez Sergio Moro, los fiscales y el Departamento de Justicia de EE.UU., así como la presencia de agentes del FBI en Brasil, confirmando el carácter político de la operación. En Argentina, la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner ha enfrentado cientos de denuncias y una condena en la «Causa Vialidad», un proceso que su defensa ha calificado como un «pelotón de fusilamiento» judicial para proscribirla políticamente. Este patrón se repite en Ecuador, con la condena en ausencia de Rafael Correa en el «Caso Sobornos», y en Guatemala, donde se intentó cancelar el partido Semilla del presidente Bernardo Arévalo para impedir su toma de posesión.
3. Operaciones de Influencia
Históricamente, Estados Unidos ha recurrido a operaciones encubiertas y de influencia para moldear el panorama político latinoamericano. Durante la Guerra Fría, la CIA apoyó golpes de Estado en Guatemala (1954) contra Jacobo Árbenz y en Chile (1973) contra Salvador Allende, y respaldó la Operación Cóndor, una red transnacional de terrorismo de Estado para eliminar opositores de izquierda en el Cono Sur. En la actualidad, estas tácticas han evolucionado hacia un modelo de «poder blando» y «guerra híbrida». Agencias como la USAID y la National Endowment for Democracy (NED), con presupuestos millonarios, financian a ONGs, medios de comunicación y grupos de oposición para promover narrativas alineadas con los intereses de Washington y desestabilizar gobiernos no afines. Esta estrategia, definida por la Rand Corporation como «guerra política», utiliza un espectro de herramientas —diplomáticas, comunicacionales, económicas y legales— para influenciar la toma de decisiones de otros Estados, siendo el lawfare una de sus herramientas clave.
4. Diplomacia de la Condena
El arsenal coercitivo se complementa con una estrategia diplomática que busca aislar a los gobiernos progresistas en el escenario internacional. Esta «diplomacia de la condena» utiliza organismos multilaterales, como la OEA bajo el pasado secretario General Luis Almagro, y que al parecer seguirá igual en la nueva administración que encabeza Albert Ramdin, y alianzas regionales para ejercer presión y legitimar las acciones coercitivas. Un ejemplo clave es la aplicación extraterritorial de leyes como la Foreign Corrupt Practices Act (FCPA), que permite a EE.UU. procesar a empresas y funcionarios extranjeros por actos de corrupción cometidos fuera de su territorio. Entre 2017 y 2018, las multas impuestas por la FCPA aumentaron significativamente, con un foco especial en el sector energético de América Latina, incluyendo casos contra Petrobras en Brasil y PDVSA en Venezuela. Al asumir el rol de «juez anticorrupción global», EE.UU. no solo impone su jurisdicción sobre otros Estados soberanos, sino que también debilita los sistemas judiciales de la región, reforzando la narrativa de que son «Estados fallidos» o intrínsecamente corruptos, justificando así su intervención y tutela.
III. La Resiliencia Progresista: Adaptación y Ciclos Políticos
A. Los ciclos de la «Marea Rosa»: Los reveses no son el fin
A pesar de la intensa presión externa y los reveses electorales, el progresismo en América Latina ha demostrado una notable capacidad de resiliencia, manifestada en ciclos políticos de avance, retroceso y retorno. El período entre 2021 y 2024, calificado como un «superciclo electoral», ha reconfigurado el mapa político, marcando un regreso de gobiernos de izquierda y centro-izquierda en países clave. El ejemplo más contundente es el de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil. Tras ser víctima de una de las operaciones de lawfare más sofisticadas del mundo y pasar 580 días en prisión, regresó a la presidencia en 2022 con un mandato claro de «reconstruir el país», relanzando programas como Bolsa Família y priorizando la lucha contra el hambre y la deforestación. En Colombia, Gustavo Petro se convirtió en el primer presidente de izquierda en la historia moderna del país, impulsando una ambiciosa agenda de «paz total», justicia social a través de una reforma fiscal progresiva y una audaz transición energética. En México, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador consolidó su proyecto de la «Cuarta Transformación» con la victoria de Claudia Sheinbaum, asegurando la continuidad de un modelo que prioriza la soberanía energética, los programas sociales universales y la lucha contra la corrupción.
B. Nuevas formas de organización y participación
La resiliencia progresista no se limita al ámbito electoral, sino que se nutre de una profunda y dinámica conexión con movimientos sociales y nuevas formas de participación ciudadana. En las últimas décadas, ha surgido en la región un «proyecto democrático-participativo» que busca trascender el modelo representativo liberal, abriendo espacios públicos con capacidad decisoria y promoviendo la inclusión de sectores históricamente marginados. Experiencias como el Presupuesto Participativo, iniciado en Porto Alegre (Brasil) y replicado en cientos de ciudades, son un ejemplo de cómo la ciudadanía puede incidir directamente en la gestión de los recursos públicos. Además, la nueva ola progresista está intrínsecamente ligada a las agendas de movimientos feministas, como la «marea verde» que logró la legalización del aborto en Argentina; movimientos ecologistas que defienden territorios y recursos naturales; y movimientos indígenas, como la CONAIE en Ecuador, que han demostrado su capacidad para desafiar políticas neoliberales. Figuras como la vicepresidenta de Colombia, Francia Márquez, activista afrocolombiana y ganadora del Premio Goldman por su lucha ambiental, encarnan esta confluencia de luchas que renuevan los discursos y las prácticas políticas en América. El surgimiento de una nueva generación de líderes jóvenes, muchos forjados en las protestas estudiantiles de la década de 2010, también está revitalizando el panorama político.
C. La búsqueda de autonomía geopolítica
Frente a la estrategia de contención de Estados Unidos, los gobiernos progresistas han buscado activamente diversificar sus relaciones internacionales para contrarrestar la dependencia y ampliar su margen de autonomía. China se ha consolidado como un socio estratégico fundamental en este esfuerzo. Aunque la inversión china ha evolucionado desde grandes préstamos para infraestructura hacia sectores de alto valor agregado, su presencia es innegable en el Continente Americano. Las empresas chinas están invirtiendo en industrias de «nueva infraestructura» como las tecnologías de la información (TIC), las energías renovables y los vehículos eléctricos, que representaron el 58% de la IED china en 2022. Proyectos como el megapuerto de Chancay en Perú, desarrollado con capital chino, o la construcción de redes 5G con tecnología de Huawei en México y Brasil, son ejemplos de esta nueva fase de cooperación. Desde la perspectiva latinoamericana, esta relación no es solo una oportunidad de desarrollo, sino una alternativa pragmática al tutelaje tradicional de Washington y una vía para participar en un mundo crecientemente multipolar.
D. El efecto «unificador» de la coerción
Paradójicamente, la presión externa ejercida por Estados Unidos a menudo tiene un efecto unificador para las fuerzas progresistas y fortalece los discursos de soberanía y antiimperialismo. La imposición de medidas coercitivas unilaterales, percibidas como una violación del derecho internacional y una agresión a la soberanía nacional, genera un amplio rechazo que trasciende las divisiones ideológicas. En Cuba, la condena al bloqueo es casi unánime en la comunidad internacional (con votaciones anuales en la ONU que lo repudian abrumadoramente) y se ha convertido en un pilar de la identidad nacional y la política exterior de la isla. En Venezuela, a pesar de la profunda crisis económica y la polarización política, las sanciones han sido utilizadas por el gobierno para cohesionar a su base de apoyo en torno a una narrativa de resistencia frente a la «guerra económica» y la agresión imperialista. Este fenómeno, aunque no borra las contradicciones internas, refuerza la idea de que la coerción, en lugar de debilitar, puede legitimar a los gobiernos que se presentan como defensores de la patria frente a una amenaza externa, convirtiendo la presión en un activo político.
IV. Análisis de Casos: La Teoría Aplicada
A. Brasil: Lawfare vs. la resiliencia electoral del lulismo
El caso de Brasil es el ejemplo más nítido de la dinámica de coerción y resiliencia. La Operación Lava Jato, presentada como una cruzada anticorrupción sin precedentes, fue en realidad una sofisticada operación de lawfare con el objetivo político de neutralizar al Partido de los Trabajadores (PT). El juez Sergio Moro, en coordinación con fiscales y con el apoyo documentado de agencias estadounidenses, lideró un proceso judicial que culminó con la destitución de Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Lula da Silva por «actos de oficio indeterminados», sin pruebas concluyentes de corrupción directa. Esto allanó el camino para la victoria del ultraderechista Jair Bolsonaro en 2018, quien premió a Moro nombrándolo Ministro de Justicia. Sin embargo, la estrategia no logró su objetivo final de erradicar al lulismo. En 2021, el Supremo Tribunal Federal anuló todas las condenas contra Lula, reconociendo la parcialidad del juez Moro. Libre y con sus derechos políticos restituidos, Lula construyó una amplia coalición democrática y logró una histórica victoria electoral en 2022, demostrando una extraordinaria resiliencia política. Su regreso al poder no solo significó la derrota del proyecto que lo persiguió, sino también el inicio de un ambicioso plan de reconstrucción nacional enfocado en la inclusión social, la defensa de la democracia y el reposicionamiento de Brasil como un actor global relevante.
B. Venezuela y Cuba: El fracaso del «cambio de régimen»
Durante décadas, Venezuela y Cuba han sido el principal objetivo de las políticas de máxima presión de Estados Unidos. El sistema de MCU (Medidas Coercitivas Unilaterales) contra Venezuela incluye el bloqueo de activos de PDVSA y el Banco Central, la prohibición de acceso a mercados financieros y la persecución de empresas de terceros países que comercien con Caracas. Estas sanciones, que según algunos análisis le han costado al país el 213% de su PIB en ingresos petroleros potenciales, han tenido un impacto devastador en la economía y la población, provocando una crisis humanitaria compleja, según expertos. De manera similar, el embargo contra Cuba, vigente por más de seis décadas y recrudecido durante la administración Trump, ha sido condenado abrumadoramente por la comunidad internacional y ha generado enormes dificultades económicas. A pesar de la intensidad y duración de estas medidas, el objetivo explícito de provocar un «cambio de régimen» no se ha cumplido. Ambos gobiernos han desarrollado estrategias de supervivencia, combinando una retórica de resistencia antiimperialista para consolidar su base de apoyo, con adaptaciones económicas pragmáticas y la búsqueda de alianzas con potencias extra-regionales. Estos casos demuestran los límites de la coerción como herramienta para imponer cambios políticos y la capacidad de ciertos regímenes para resistir la presión externa, aunque a un costo social y económico muy elevado.
C. Bolivia: La rápida restitución del MAS tras la crisis de 2019
La crisis política de Bolivia en 2019, que culminó con la renuncia forzada de Evo Morales, fue calificada por el progresismo regional como un golpe de Estado con apoyo externo, enmarcado en la disputa por los recursos estratégicos del país, como el litio. El informe preliminar de la OEA, que alegaba «irregularidades» en las elecciones, fue un catalizador clave de la crisis, aunque estudios posteriores cuestionaron sus conclusiones. Tras la salida de Morales, se instaló un gobierno de transición liderado por Jeanine Áñez que intentó desmantelar el proyecto político del Movimiento al Socialismo (MAS) y reprimir a su base social. Sin embargo, el MAS demostró una sorprendente resiliencia. A pesar de la persecución de sus líderes y la adversidad del contexto, el partido mantuvo una adhesión «dura» de su base social, compuesta por sectores indígenas, campesinos y populares, que lo veían como la única fuerza capaz de representar sus intereses y proteger los avances logrados en la década anterior. En las elecciones de 2020, menos de un año después de la crisis, el candidato del MAS, Luis Arce, obtuvo una contundente victoria en primera vuelta con más del 55% de los votos. Este rápido retorno al poder evidenció la profunda raigambre social del MAS y el fracaso del intento de erradicarlo del mapa político, subrayando cómo los proyectos progresistas con una fuerte base organizativa pueden sobrevivir a crisis agudas y restituir el mandato popular a través de las urnas.
V. Conclusión:
¿Dominio Absoluto o Juego Infinito?
El análisis de la dinámica geopolítica en América Latina y el Caribe revela que la estrategia de coerción y contención de Estados Unidos, si bien es capaz de generar una profunda inestabilidad económica y política, no ha logrado su objetivo de erradicar las ideas y los proyectos progresistas. La imposición de sanciones, la instrumentalización de la justicia y las operaciones de influencia han encontrado una respuesta en la notable resiliencia de los movimientos populares y sus líderes. Lejos de desaparecer, el progresismo ha demostrado una capacidad cíclica para adaptarse, renovarse y retornar al poder, impulsado por las persistentes demandas sociales de igualdad, soberanía y justicia que Washington parece subestimar o ignorar en su cálculo geopolítico.
La verdadera batalla del progresismo, y la clave de su resiliencia a largo plazo, reside en su capacidad para pasar de la resistencia a la gobernanza efectiva y ofrecer soluciones a los problemas estructurales de la región. La victoria electoral es solo el primer paso. El verdadero desafío consiste en implementar políticas públicas transformadoras que combatan la desigualdad, como la reforma fiscal progresiva en Colombia, por ejemplo; que garanticen derechos básicos, como el compromiso de Lula de acabar con el hambre en Brasil; y que construyan un Estado robusto y estratégico capaz de impulsar un desarrollo sostenible e inclusivo. La fortaleza del progresismo, según analistas, no radica solo en su discurso antiimperialista, sino en su proyecto de expansión de la inversión pública, redistribución de la riqueza y profundización de la democracia participativa, como un camino alternativo al modelo neoliberal que ha demostrado ser incapaz de resolver las brechas sociales.
En última instancia, la pretensión de un «dominio absoluto» sobre América Latina se revela como una quimera en un continente definido por una larga y tenaz historia de lucha por la autodeterminación. La interacción entre la presión hegemónica y la resistencia local configura un «juego infinito» en el que las victorias y derrotas son temporales y ninguna de las partes puede eliminar a la otra del tablero. Mientras persistan las profundas desigualdades estructurales y la aspiración de los pueblos a construir su propio destino, el progresismo seguirá siendo una fuerza política central. Los «monstruos» de la coerción seguirán apareciendo en este interregno, pero la historia reciente demuestra que la resiliencia, más que la sumisión, es la respuesta definitoria de la región frente a la geopolítica de la coerción de los EEUU.
Por Valentín Ciriaco Vargas
