Nunca en la historia hubo tanta gente con acceso a información y tan poca capacidad para procesarla. Tenemos conexión permanente, pantallas de alta definición y cerebros entrenados para no sostener una idea completa.
Hemos entrado en la era del scroll eterno: pulgar arriba, pulgar abajo, 15 segundos de euforia, 15 segundos de olvido. El dominicano promedio ya no lee, no escucha, no espera. Reacciona. Y una sociedad que solo reacciona no piensa, no decide y no gobierna su destino.
Algunos referentes tecnológicos como Elon Musk lo han dicho sin rodeos: los formatos de video ultracorto —TikTok, Reels y Shorts— funcionan como “fentanilo digital”, reduciendo la capacidad de concentración humana a menos de ocho segundos, inferior incluso a la de un pez dorado. Lo que señala Musk es incómodo, pero evidente: estamos creando una generación de adictos a la dopamina rápida, incapaces de leer un libro, ver una película completa o sostener un pensamiento crítico complejo.
Si algo dura más de 15 segundos, molesta.
Si exige atención, fastidia.
Si obliga a pensar, se descarta.
El pez observa. Nosotros deslizamos.
El pez espera. Nosotros exigimos recompensa inmediata.
No somos más inteligentes que antes. Somos más manipulables.
Las redes sociales no informan, adiestran. No educan, condicionan. No entretienen, envician. Dopamina inmediata, adicción progresiva y deterioro de la atención. Pero aquí preferimos reírnos del término antes que mirarnos al espejo.
Cada reel, cada TikTok, cada notificación activa el mismo circuito que las apuestas y las drogas: dopamina rápida, barata y repetible. No para hacernos felices, sino para mantenernos enganchados y vacíos. La dopamina no crea pensamiento. Lo destruye. Nos vuelve impulsivos, ansiosos, incapaces de esperar y absolutamente intolerantes a la complejidad.
No es casualidad. Es consecuencia.
Pensar duele. Deslizar anestesia.
Hoy no triunfa el que sabe, sino el que captura atención. No gana el que razona, sino el que interrumpe. No lidera el que propone, sino el que estimula.
Así nace una nueva figura dominante: el imbécil funcional. No es un ignorante total. Sabe lo suficiente para repetir frases, indignarse en redes y sentirse informado. Pero no conecta ideas, no entiende procesos y no tolera el pensamiento largo.
Opina de todo.
Comprende casi nada.
La política, lejos de resistir, se prostituyó y se convirtió en cómplice. Los discursos se redujeron a clips. Las propuestas a gestos. La ideología a poses para cámara. Gobernar ya no importa. Importa parecer. Explicar ya no sirve. Hay que impactar. Pensar estratégicamente es irrelevante si no viraliza.
Hoy ya no actúa como ciudadano: se actúa como usuario. Se consume política igual que se consume entretenimiento. Lo que entretiene se comparte. Lo que exige pensar se ignora.
Así llegamos a líderes diseñados para el algoritmo: brillan en pantalla y fracasan en la realidad. Expertos en provocar emociones, inútiles para tomar decisiones complejas.
La democracia convertida en show.
El ciudadano reducido a usuario dopado.
Nunca se habló tanto. Pero nunca se pensó tan poco. La indignación dura lo que dura el siguiente video. La memoria colectiva se reinicia cada mañana. El debate público se convirtió en ruido.
El verdadero peligro es una generación que confunde estímulo con conocimiento, reacción con pensamiento y viralidad con verdad. Tal vez por eso el algoritmo premia al que simplifica, al que grita, al que distrae.
Si un pez hoy presta más atención que nosotros, el problema no es el pez. El problema es que aceptamos vivir anestesiados, distraídos y convencidos de que eso es libertad.
Pero lo que realmente ocurre es esto: pensar duele cuando el cerebro se ha acostumbrado al placer inmediato. La distracción constante ha reducido nuestra tolerancia a la complejidad. Y una sociedad que no tolera la complejidad acepta cualquier simplificación peligrosa.
La pregunta no es si somos menos inteligentes.
La pregunta es si todavía nos importa dejar de serlo.
Por Leonardo Gil, consultor en comunicación política y de gobierno
