El encuentro fue casual, pero no por eso menos significativo. Aquel mediodía de domingo, el restaurante “Salud y Vida” parecía más un punto de encuentro entre mundos, que un simple espacio de comida saludable a buen precio. Entre risas, platos balanceados y el murmullo constante de los comensales, se tejía una escena que, sin querer, traía consigo una lección.
Clotides llegó en un Uber discreto. Descendió con tranquilidad junto a su esposo Joaquín, de porte recto y mirada serena, y sus dos hijos: Miriam, la mayor, con semblante de madurez prematura, y Jacinto, un niño de apenas doce años, curioso y vivaz. Saludaron con amabilidad al portero del lugar y caminaron hacia una mesa vacía, sin alardes ni protocolo.
Yo los observaba desde mi asiento, en compañía de mis amigos Carlos y Manuel, dos antiguos compañeros de debates universitarios, donde la política era tema recurrente y los valores solían estar sobre la mesa, al menos en teoría.
Fue entonces cuando Manuel, con ese tono entre burlón y malicioso que le salía sin esfuerzo, soltó:
—Oye, Pablo, ¿la viste? Es Clotides. Ocupó tantos cargos importantes en gobiernos pasados… y mira cómo llega, ¡en Uber y con la familia! ¿Será que le fue tan mal?
Carlos levantó la vista. Lo conozco bien: su silencio siempre fue más elocuente que cualquier grito. Pero esta vez no se contuvo:
—¿Y qué tiene de malo? Clotides jamás subió el cristal del vehículo oficial que se le asignó ni cerró su despacho. Siempre estuvo dispuesta a servir. Y nunca aceptó lonjibias ni favores. Solía repetir que “el que dádivas acepta, servidor se vuelve, y si se dobla una vez, ya no vuelve a enderezarse”.
Manuel soltó una risa seca, como si las palabras de Carlos fueran un desliz idealista, impropio del mundo real:
—Oye eso… A caso ustedes no saben que en esta sociedad el que no se tranza, no avanza.
Carlos, con firmeza, replicó:
—Y por eso mismo estamos como estamos. Porque hemos confundido la astucia con la trampa, la conveniencia con el deber, y el éxito con la impunidad. Pero personas como Clotides nos recuerdan que aún hay otra forma de ejercer la función pública: con dignidad.
El silencio se sentó a la mesa. Manuel bajó la mirada por un instante, quizá no tanto por convencimiento, sino por vergüenza ajena. No dijo más.
Mientras tanto, al otro lado del salón, Clotides sonreía mientras servía jugo de frutas a su hijo. Su esposo acariciaba la cabeza de Jacinto, y Miriam le preguntaba algo en voz baja. No llevaban escoltas ni chofer, ni siquiera una ropa que gritara poder. Pero irradiaban algo más valioso: coherencia.
Y allí comprendí, sin discursos, que la verdadera función pública no se mide por el cargo que se ocupa, sino por la huella que se deja.
Porque, en efecto, la función pública es paradójica: algunos la usan para enriquecerse; otros, como Clotides, para enriquecer el sentido del deber.
Por Dr. Pablo Valdez
