En el ambiente global se percibe una escasa presencia de intelectualidad política. En República Dominicana (al igual que en todas partes donde existe), esa realidad impacta a la democracia en forma negativa, presentando ineficiencia sistémica.
La democracia es una forma de vida que debe ser asumida por la ciudadanía a través del ejercicio de sus derechos y deberes, pero, como la mayoría abrumadora de las personas vive asumiendo roles que les mantienen alejados de la realidad social, entonces, se hacen necesarias figuras trascendentes, las que en forma periódica y constante observan el contexto de cada panorama o situación que pueda afectar la vida democrática, levantando sus voces de advertencia y afectando el confort en que se desenvuelve la sociedad.
Esta es una forma efectiva (como mecanismo del sistema), para evitar males mayores al todo social y preservar el orden establecido por las reglas del juego democrático.
El mundo democrático no puede olvidar sus cimientos éticos, porque ellos, desde las normas establecidas y desde la conciencia particular, sustentan la convivencia social, la dignidad y el necesario decoro, que no solo se refiere a la honra, al honor, o al crédito socio-moral de alguien, sino a cómo el ciudadano que lo asume, hace las cosas en la vida diaria con efecto de doble vía (es decir), externo en el contexto social e interno en su conciencia.
Tomando como muestra la nación en que nos tocó nacer, añoro la presencia de Bosch, de Balaguer y Peña Gómez, entre otros, con sus argumentaciones políticas de gran contenido formativo para la sociedad.
Los intelectuales del mundo político poseen cualidades especiales para ejercer vigilancia sistémica, y es un mecanismo que sirve de sustento ideológico a cualquier sistema de gobierno, por ejemplo, las acciones de Núñez de Cáceres y Bobadilla, intelectuales que ejercieron mucha influencia en la época en que vivieron, uno en el periodo pre republicano y el otro en la época de la república.
Antes y después que estos dos destacados personajes históricos existieran, se destacaron Antonio Sánchez Valverde y Andrés López de Medrano, entre otros que siguieron sus derroteros.
Tanto en el siglo XIX como en el XX, el país disfrutó de una pléyade de grandes intelectuales que ayudaron en la formación cultural de la nación, fue un verdadero núcleo de intelectuales de gran pensamiento social y político, encabezado por Enrique Dechamps, Pedro Francisco Bonó, José Ramón López, el arzobispo Meriño, en la fase restauradora y los Henríquez, en los inicios de la modernidad dominicana de principios del siglo XX, sumado el nacionalista urbano Manuel Arturo Peña Batlle.
Se supone que la condición intelectual posee un pensamiento critico frente al sentido común y los marcos lógicos dominantes, incluidas las que se ejercen desde la supuesta contrahegemonía.
La ausencia de políticos intelectuales y de intelectuales al servicio de la política es un peligro para el régimen democrático, porque los sistemas de gobierno necesitan ser alimentados por las ideas, las iniciativas y la actualización, como una forma de auto protección social, frente a la realidad de hoy, en que la posverdad agrede todo vestigio de seguridad.
Es tiempo de tener cuidado ante la complejidad del contexto social actual, que cuestiona la producción de ideas y camina por las vías del facilismo.
Nos encontramos ante un mundo, en donde la objetividad es descalificada por inflencers que desacreditan el pensamiento crítico a través de las redes, convirtiendo al intelectual en pieza de museo.
La intelectualidad latinoamericana ha sido y es, salvando excepciones, predominantemente ideológica. A la vez, la adhesión ideológica es un obstáculo para el desarrollo del pensamiento político, pues las ideologías son sistemas cerrados de pensamientos. Encerradas dentro de una ideología, los medios del pensamiento que son los conceptos experimentan un proceso de petrificación que es necesario sólo para la conservación del sistema ideológico. En un sentido inverso, la práctica política sólo puede tener lugar en un espacio donde ocurren acontecimientos que, al serlo tales, son siempre nuevos e imprevisibles, y por lo mismo, tienden a alterar los sistemas ideológicos. Frente a los acontecimientos, los llamados actores toman posiciones y ordenan filas unos frente a otros, teniendo lugar diferentes conflictos que para ser políticos han de ser gramaticalmente configurados. Para el pensamiento ideológico, en cambio, las posiciones ya están ordenadas antes de que aparezcan los acontecimientos, de los cuales las ideologías toman nota sólo si caben en el orden de sus sistemas.
A pesar de que el pensamiento de muchos intelectuales latinoamericanos es ideológico, son muy pocas las ideologías que han sido producidas en tierra latinoamericana. En ningún otro nivel es la dependencia externa tan notoria. No obstante, eso no quiere decir que de haber sido producidas en América Latina habrían sido mejores. No deja sin embargo de ser sintomático que los intelectuales que más insisten en denunciar las formas económicas de «la dependencia» se sirvan de los instrumentos ideológicos más dependientes que es posible imaginar. Particularmente ideológicos han sido y son los intelectuales miembros de la izquierda académica, a la que prestaré en este breve artículo una mayor atención, pues esa izquierda académica supone que las ideologías que propagan tienen un indiscutible valor político.
Desde luego, no existe ningún imperativo ni moral ni de ningún otro tipo para que el intelectual tenga que definirse como actor político. En el campo cultural y artístico son muchísimos los aportes de los intelectuales latinoamericanos, y no es a ellos a quienes me voy a referir aquí, sino a quienes se ocupan de las llamadas ciencias sociales y económicas y que tienen la pretensión de incidir políticamente con una producción intelectual que suponen política y que en muchas ocasiones no lo es.
En el espacio que ocupa la llamada intelectualidad hay en cada nación una franja delgada desde donde son producidas ideas que serán reformuladas en diferentes espacios de acción. Puede que los actores de esa franja no se definan a sí mismos como políticos, pero su incidencia política es importante, pues en la medida en que ellos piensan, la nación (otros dicen «la sociedad») se piensa a sí misma. De ahí que cuando se habla de la crisis de la política, no es sólo la política la que está en crisis, sino que también lo están aquellos que tienen que producir ideas para que la política sea posible. Muchas veces una crisis política no es sino una crisis intelectual reflejada en la política.
Ahora bien, si el campo donde han de ser producidas ideas está ocupado por ideo-logías, las ideas no circulan ni se reproducen, y lo más probable es que la práctica política, o se convierta en ideológica, o se convierta en jurídica o administrativa. Creo percibir que esas son las prácticas dominantes en la política de la mayoría de los países latinoamericanos.
Una de las particularidades de los intelectuales ideológicos es que ellos son, o imaginan ser, representantes de intereses e ideales superiores. Por un lado tenemos a quienes prestan servicio a un movimiento, partido o Estado. En la jerga «gramsciana» ellos se autodenominan «intelectuales orgánicos». Dicha denominación es un contrasentido. Si un intelectual está al servicio de una instancia externa, no es intelectual, pues la práctica intelectual no puede estar determinada por el seguimiento de una instancia no intelectual. La función de tales personas es otorgar legitimación intelectual a instituciones preestablecidas. Su pensamiento no es libre, sino predeterminado. En cierto modo esos intelectuales no piensan: «son pensados».
Por otro lado tenemos a los que imaginan representar a fuerzas externas que pueden ser una «clase», un «pueblo», una «razón moral» o una «misión histórica». No obstante, esas fuerzas externas suelen ser simples representaciones internas. Debido a esa razón, sus portadores imaginan que todos quienes les contradicen son representantes de fuerzas también externas, como «el neoliberalismo», «la globalización», el «mercado mundial», «el capital», «el imperialismo norteamericano» o cualquiera fantasía grandiosa que represente una «negatividad» absoluta frente a la cual ellos construyen una imaginada afirmación. Eso explica que la izquierda académica rinda culto a macroideologías que varían de tiempo en tiempo, pero que tienen en común prescindir de cualquiera experiencia. En los años cincuenta, esos intelectuales apolíticos rendían culto a las ideologías del desarrollo; en los años sesenta y setenta a la «teoría de la dependencia»; en los años ochenta, a las ideologías antineoliberales; desde ahí hasta ahora a la «teoría de la globalización». En todos los casos, esas diversas ideologías han mantenido rasgos comunes. Por de pronto, son universalistas, pues sirven para explicar distintos procesos en distintas partes y a la vez. En segundo lugar, están canonizadas, es decir, siguen un canon interpretativo que es repetido ritualmente con relación a cada análisis que emprenden. En tercer lugar, poseen un trasfondo economicista que las lleva inevitablemente a apoyar cualquiera tendencia autoritaria que se plantee retóricamente en contra del imperialismo, de la dependencia, del neoliberalismo o de la globalización, o de cualquier cosa parecida. El tema de las libertades políticas es ignorado totalmente. Y en cuarto lugar, todas carecen de inventiva y por lo mismo son intensamente aburridas. Y es explicable: en todas esas teorías brilla por su ausencia la figura humana. En ellas sólo hay estructuras y procesos que se desarrollan independientemente de la voluntad de cualquier actor.
La extrema ideologización de la mayoría de los intelectuales latinoamericanos origina contratendencias tanto o más apolíticas que las tendencias ideologizadas. Por un lado tenemos a los investigadores «empiristas», que hacen «estudios de casos» y cuyos artículos con muchas estadísticas y cifras llenan las revistas académicas. Por cierto, tales estudios pueden ser muy necesarios, pero lo son sólo en el marco de la perspectiva de un saber cuya condición no puede ser autorreferente. Por otro lado, tenemos una abundante proliferación de estudios dedicados a analizar objetos teóricos inexistentes, cuyo único fin es demostrar el conocimiento de sus autores, quienes, por lo común, citan a destajo a autores europeos y norteamericanos aunque no tengan nada que ver con el tema a tratar. El intelectualismo es una de las enfermedades más frecuentes que contraen los intelectuales. Pero, si el ideologismo, el empirismo y el intelectualismo no son actitudes políticas ¿cuándo es política la práctica intelectual? En ese sentido, me atrevo a señalar cuatro condiciones (probablemente sean más). Las dos primeras ya han sido nombradas.
La primera es la apertura hacia la realidad, o como ya se dijo, hacia sus acontecimientos, pues cada acontecimiento es nuevo, o si no la realidad no existiría. Ninguna ideología puede dar cuenta de la realidad de los acontecimientos, pues las ideologías son antes que nada sistemas, y los sistemas no reaccionan frente a momentos extrasistémicos, y los acontecimientos siempre lo son. En breve, se trata de entender los procesos y las estructuras a partir del estudio de hechos y no el estudio de hechos a partir de los procesos y de las estructuras. Esa última es una de las principales características de muchos cientistas sociales latinoamericanos. Todo lo que se encuentra afuera de alguna teoría, no existe para ellos.
La segunda es centrar cada estudio en actores reales y no en tendencias imaginadas, las que por cierto no son sino reflejos de cosmovisiones que sólo existen en las cabezas de algunos intelectuales. Así como en el pasado reciente la grandiosidad imaginativa se expresaba en términos de «revolución mundial», hoy en día hay las que se expresan en la forma de «contrarrevolución mundial del capital neoliberal y globalizante».8 Hay estudios que han llegado a producir alucinaciones como la «toma del poder mundial por el capital global», o fantasías similares, pero sin nombrar a una sola persona que sea responsable de tan apocalípticos desenlaces. Las estructuras y los procesos suplantan en dichos escritos a la intervención de los humanos. En el mejor de los casos, ellos son simples comparsas de teorías.
La tercera condición se deriva de la segunda, y reside en mantener una abierta actitud a analizar conflictos reales. Pues suponer que exista una realidad política sin conflictos es una imposibilidad total. No obstante, se puede observar en nuestros intelectuales «políticos» una suerte de miedo a analizar cualquier situación realmente conflictiva. Como la mayoría de ellos ya ha tomado partido antes de que comience el juego de los antagonismos, los conflictos son generalmente evaluados a partir de una moral universalista situada por sobre toda experiencia. Dichos intelectuales aducen, por cierto, que tomar partido es una posición legítima, pues el análisis imparcial es ingenua imposibilidad. Pero, aun si se aceptara esa afirmación, hay que convenir en que antes de emitir un juicio, sea político o jurídico, hay que escuchar a las partes. Nadie puede aceptar que en un juicio legal un juez tome abiertamente partido por el acusado o por el acusador antes de emitir sentencia. La tarea del intelectual político no puede ser diferente. También ha de emitir juicios, y eso supone analizar las razones que llevan a actuar a cada una de las partes en conflicto. Eso significa, además, ponerse en la posición de cada uno de los polos antagónicos, y a partir de ahí tratar de entender a sus representantes. Sólo luego de eso es posible emitir un juicio. Y recién con la emisión de un juicio o sentencia desaparece la imparcialidad. No obstante, prevalece la tendencia a condenar primero y a juzgar después. Cualquier lector puede corroborar mi opinión revisando las revistas de ciencias sociales que se publican en cualquier país latinoamericano. Por cierto, hay excepciones; pero son poquísimas.
Desde luego, muchos intelectuales aducen que ellos han tomado una opción previa: la «opción por los pobres», por ejemplo. Esas opciones son seguramente válidas en el pensar teológico, pero no en el político. Una opción por los pobres no puede significar que los pobres deben tener siempre la razón sólo porque son pobres. Suponer que los pobres no se equivocan nunca porque son pobres, y que hay que darles la razón hagan lo que hagan, digan lo que digan, elijan a quien elijan (aunque sea a un fascista), significa suponer que los pobres carecen de razón discursiva. Y esa es una simple discriminación disfrazada de «toma de posición».
Si un intelectual evita como a la peste el análisis de los conflictos reales, lo más probable es que evite el mismo entrar en conflicto con otros intelectuales. Y efectivamente, la cuarta y quizás la más decisiva condición del pensar político es la actitud polémica. Sin polémica, efectivamente, no hay política. La polémica es guerra gramatical, y por lo mismo es el agua y la sal de la política. No obstante, lo menos que se observa en la producción intelectual latinoamericana es polémica. Casi nunca un autor critica intelectualmente a otro. En casi todas las revistas de ciencias sociales latinoamericanas encontramos artículos interesantes, inteligentes y eruditos. La producción intelectual es, además, muy abundante. Pero en términos generales se trata de artículos o ensayos paralelos, sin ninguna comunicación interdiscursiva. Y eso es grave.
El antagonismo es condición de pensamiento, y pensar significa entrar en conflicto, ya sea con uno mismo o con los demás, o dicho así: cada afirmación se encuentra internamente articulada con una negación. El pensamiento es siempre crítico. Y el diálogo, en la medida que busca acuerdo entre dos interlocutores, necesita del desacuerdo, pues si no no hay diálogo, sino monólogos paralelos. Pues bien, la inmensa mayoría de las revistas de ciencias sociales latinoamericanas está construida sobre la base de monólogos paralelos entre voces que no se interfieren ni interrumpen.
Ante la ausencia de polémica, suele darse el caso de que cuando el enfrentamiento entre dos posiciones es inevitable, los argumentos son reemplazados por la descalificación personal, por la invectiva e incluso por el insulto. Y en ese punto escribo con conocimiento de causa.
El problema mayor de la ausencia de polémica es que sin polémica ninguna nación (o «sociedad», como dicen algunos) puede pensarse a sí misma.
Las ideas sin discurso no tienen curso. Existen, pero atomizadas, desarticuladas unas de otras, y eso lleva inevitablemente a cierta disociación que se refleja inevitablemente en la producción intelectual. Sin el «otro» que disiente es imposible corregirse a sí mismo. Sin la presencia de ese «otro» se construyen fantasías que, si las personas que las representan tienen algún poder –y muchas veces lo tienen– terminan por imponerse en institutos y universidades del mismo modo que en el pasado eran impuestos los dogmas de «la verdadera religión».
Naturalmente, podrá decírseme que la que estoy describiendo no es sólo una condición latinoamericana, y que es posible encontrar semejante miseria intelectual también dentro de las más linajudas universidades norteamericanas y europeas. Acepto ese argumento. Pero también hay que convenir en que la frase que dice «mal de muchos, consuelo de tontos» tiene mucho de verdad.
Por Francisco Cruz Pascual
