Vivir en coherencia ética, con una actitud responsable y un respeto auténticamente asumido, no es un acto fortuito ni una proclamación retórica. La ética no se improvisa ni se decreta; se construye en el tiempo, se encarna en la conducta y se revela en la historia personal e institucional de cada sujeto. Incluso la piel humana —como huella simbólica de lo vivido— habla por sí misma, delatando trayectorias, decisiones y contradicciones que ningún discurso logra ocultar por completo.
Simular ética resulta siempre un ejercicio frágil. La experiencia vivida termina denunciando, aclarando y recordando aquello que algunos preferirían no tocar, porque la historia —como la conciencia— no se deja borrar con facilidad. Bien lo advierte el adagio popular: la “M” que se bate mucho denuncia el hedor. Hay verdades que, cuanto más se intentan disimular, con mayor fuerza se revelan.
No hay duda de que todo lo que se hace se sabe, y que cada palabra dicha encuentra oídos atentos, visibles o invisibles. De ahí que resulte preferible no vivir de secretos, aun cuando el error o el pecado condenen moralmente, antes que sostener una arquitectura de simulaciones que tarde o temprano se derrumba. La mentira exige una memoria perfecta; la verdad, en cambio, descansa en su propia coherencia.
Es práctica corriente —y profundamente sospechosa— la insistencia reiterada en proclamarse honesto, moral o ético. La sabiduría popular lo resume con precisión: del dicho al hecho hay un trecho. La ética genuina no se anuncia; se reconoce. No necesita insistencia porque se manifiesta en la conducta cotidiana, en las decisiones difíciles, en la capacidad de sostener principios aun cuando hacerlo tenga costos personales.
Lo incómodo de mentir es que, en el mismo instante en que se fabrica una mentira, existen otras mentes —a veces más lúcidas, más críticas o simplemente más atentas— elaborando interpretaciones que, casi siempre, terminan desmintiendo la simulación. La mentira nunca opera en un vacío; se enfrenta a la inteligencia colectiva, a la memoria histórica y al juicio ético de la comunidad.
En este contexto, resulta pertinente recordar la conocida frase:
«Una mentira repetida se convierte en verdad», atribuida comúnmente a Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del régimen nazi. Más que una afirmación filosófica, esta expresión describe una técnica de manipulación: la reiteración sistemática de la falsedad como estrategia de dominación simbólica.
Sin embargo, esta lógica ha sido desmontada con rigor por pensadores fundamentales del siglo XX.
Hannah Arendt, en Verdad y política, sostuvo que la mentira organizada puede dominar el espacio público, imponer silencios y generar conformismo, pero nunca transforma ontológicamente la mentira en verdad. La verdad factual persiste, aunque sea castigada, marginada o temporalmente invisibilizada. Para Arendt, la repetición produce obediencia, no verdad.
George Orwell, desde la literatura y el pensamiento político, refutó la tesis goebbelsiana de manera radical. Aunque la frase
«En tiempos de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario» tiene atribución discutida, toda su obra —especialmente 1984— constituye una denuncia frontal contra la pretensión del poder de fabricar la verdad mediante la repetición. Para Orwell, cuando la mentira se institucionaliza, la verdad se convierte en resistencia moral.
La síntesis es clara y éticamente ineludible: Goebbels describió una técnica de manipulación, no una ley de la verdad.
Arendt y Orwell recordaron que la mentira puede imponerse, pero no redimirse. Solo puede normalizarse mediante el miedo, la conveniencia o el silencio cómplice.
Y es precisamente aquí donde la universidad adquiere su sentido más alto. Porque la universidad es otra cosa, está llamada a ser el espacio donde la mentira repetida no se legitima, sino que se examina; no se aplaude, sino que se desnuda; no se naturaliza, sino que se contradice con rigor intelectual, responsabilidad histórica y dignidad ética.
En la universidad, la ética no se asume por declaración: se hereda como historia, se cultiva como práctica y se honra como compromiso innegociable con la verdad.
