Pensar, hoy, es un deporte de alto riesgo. Literal. Si te atreves a usar la cabeza, a cuestionar lo que todo el mundo repite como loro, te linchan. Te llaman arrogante, amargado, “demasiado intenso”. Como si la estupidez fuera el nuevo pasaporte social y la inteligencia un crimen que hay que disimular.
Porque en esta generación —sí, esa misma que se jacta de ser la más avanzada— lo que importa no es la calidad, es la apariencia. No es saber, es parecer. No es el criterio, es el show. A nadie le interesa entender nada. Prefieren consumir basura masticada, opiniones listas para tragar y tendencias que duran lo mismo que una promesa de año nuevo.
La gente ya no quiere educarse. No quiere ensuciarse las manos con un libro, ni perder cinco minutos en verificar si lo que comparte es cierto. No. Quieren la gratificación instantánea de un meme, el orgasmo exprés de un like, la dosis de ego inflado que da sentirse parte de la manada, aunque la manada vaya directo al barranco.
¿Y los pocos que todavía tienen sentido común y un poco de materia gris funcional? Esos, muchas veces, prefieren callar. Porque pensar se volvió peligroso. Porque decir “esto no tiene sentido” es exponerte a un ejército de mediocres con el ego frágil y la lengua larga. Mejor hacerte el idiota, mejor sonreír y asentir mientras ves cómo todo se pudre.
Lo físico y lo material lo han devorado todo. La gente se mide por el tamaño de su cuerpo, por la marca de su teléfono, por el número de seguidores. ¿Y el contenido de su cabeza? Ese no importa. Si acaso, estorba. Porque aquí, ser profundo es un defecto, y tener criterio es un atentado contra la estupidez colectiva.
Estamos rodeados de seres que viven anestesiados, enganchados a la novedad más absurda del día. Y lo peor es que se sienten orgullosos de su ignorancia. Les parece cool no saber nada. Les da flojera aprender. Les da miedo confrontar su propia mediocridad.
Y así vamos: llenos de plástico, de filtros, de opiniones prestadas. Pero vacíos de sustancia. Con la mente atrofiada por tanto contenido inútil. Como si la inteligencia fuera un estorbo y la sensatez, un capricho innecesario.
Tal vez este sea el precio de vivir en un tiempo donde pensar no se premia. Donde la mediocridad entretiene más que la verdad. Y donde usar la cabeza sigue siendo la única rebeldía que a muchos les falta el valor de intentar.
Por Ann Santiago
