La dignidad humana constituye el principio fundante del constitucionalismo contemporáneo y la piedra angular sobre la cual se erige el sistema de derechos fundamentales. Más que una categoría moral o filosófica, se trata de un valor jurídico supremo que condiciona la interpretación, aplicación y validez de todas las normas del ordenamiento. En la actualidad, toda Constitución democrática descansa sobre la premisa de que el Estado existe para servir a la persona, y no al revés; esta inversión axiológica representa uno de los mayores logros de la civilización política moderna.
Desde una perspectiva histórico-filosófica, el concepto de dignidad humana encuentra su raíz en la tradición humanista renacentista. Pico della Mirandola, en su célebre “Oración sobre la dignidad del hombre” (1486), proclamó que la esencia del ser humano radica en su capacidad de autodeterminación moral y racional. Posteriormente, Immanuel Kant, en la “Fundamentación de la metafísica de las costumbres”, formuló el principio categórico según el cual la persona no puede ser tratada nunca como medio sino siempre como fin en sí misma, dotando así a la dignidad de un contenido moral universal que más tarde se traduciría en norma jurídica.
Durante el siglo XX, tras las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, la dignidad humana adquirió una dimensión normativa y universal. La Carta de las Naciones Unidas (1945) y la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) situaron la dignidad en el centro de la comunidad internacional, transformándola en la fuente de legitimidad de todos los derechos. De esta matriz surgieron los sistemas regionales de protección, como la Convención Europea de 1950 y la Convención Americana de 1969, que reconocen expresamente la dignidad como núcleo axiológico de la persona humana.
En el ámbito doctrinal, Luigi Ferrajoli concibe la dignidad como el presupuesto ontológico de los derechos fundamentales, y Robert Alexy la define como el valor absoluto que sustenta el sistema de principios constitucionales. Dworkin, por su parte, asocia la dignidad con la idea de “igual respeto y consideración” hacia toda persona, base de su concepción de los derechos como “cartas de triunfo” frente al poder estatal o mayoritario. Todos estos enfoques confluyen en un punto común: la dignidad no es una idea abstracta, sino un mandato normativo que delimita el ejercicio del poder.
En el constitucionalismo iberoamericano, la dignidad humana fue elevada a rango constitucional en las reformas democráticas de finales del siglo XX. Constituciones como la española de 1978, la colombiana de 1991 y la dominicana de 2010 asumieron la dignidad como principio rector del orden jurídico y fuente de todos los derechos. El artículo 38 de la Constitución dominicana reconoce expresamente que “la dignidad del ser humano es inviolable” y que “su respeto y protección constituyen una responsabilidad esencial de los poderes públicos”. Esta formulación, de clara inspiración kantiana y humanista, sintetiza el ideal normativo de un Estado al servicio de la persona.
Desde esa perspectiva, la dignidad humana actúa como parámetro hermenéutico y como límite material del poder público. Toda ley, acto administrativo o decisión judicial debe ser interpretada de manera conforme a la dignidad, y cualquier norma que la desconozca carece de legitimidad constitucional. Este principio adquiere relevancia práctica en la jurisprudencia dominicana, donde el Tribunal Constitucional ha desarrollado una línea progresiva de decisiones que vinculan la dignidad con derechos concretos como la libertad personal, la integridad física, la igualdad y la privacidad.
Particularmente relevante es la jurisprudencia constitucional sobre el debido proceso, la libertad de expresión, la igualdad y la protección de datos personales, en las cuales la dignidad humana se erige como criterio integrador. En la sentencia TC/0075/13, el Tribunal Constitucional afirmó que “la dignidad humana constituye el eje axial del sistema de derechos fundamentales y del orden constitucional dominicano”. De modo semejante, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reiterado, en casos paradigmáticos como “Atala Riffo vs. Chile” y “Artavia Murillo vs. Costa Rica”, que la dignidad humana es el principio fundante de todo el sistema interamericano.
En consecuencia, la dignidad no es un derecho más dentro del catálogo constitucional, sino el fundamento axiológico de todos ellos. Es, en palabras de Alexy, “el principio estructurante del derecho constitucional” y, en términos de Ferrajoli, “el presupuesto del Estado de derecho garantista”. Su función es doble: normativa, porque confiere validez y sentido a las normas; y política, porque orienta la acción estatal hacia la promoción del bienestar y la justicia social.
En la era tecnológica y global, la noción de dignidad enfrenta nuevos desafíos. La inteligencia artificial, la manipulación algorítmica y la pérdida de privacidad amenazan el núcleo de la autonomía individual. La dignidad exige ahora un replanteamiento que incorpore los derechos digitales y la autodeterminación informativa como nuevas expresiones del respeto a la persona humana. Proteger la dignidad en este contexto implica asegurar que la tecnología sirva al ser humano y no lo reduzca a objeto de control o explotación.
En definitiva, la dignidad humana representa la piedra angular del edificio constitucional. No se trata de un concepto retórico ni de una mera aspiración moral, sino de una realidad jurídica viva que da contenido, fuerza y sentido a los derechos fundamentales. En torno a ella gravita el orden constitucional dominicano y, en su defensa, se sintetiza la misión esencial del Estado: garantizar que toda persona sea tratada siempre como fin en sí misma, nunca como medio al servicio del poder.
Por José Manuel Jerez
