El fraude ocurrido en Senasa no puede ser analizado como un hecho aislado ni como la actuación individual de servidores públicos deshonestos. Lo acontecido es la manifestación más reciente de un fenómeno más profundo: la existencia de una corrupción de naturaleza estructural que ha permeado instituciones clave del Estado dominicano.
Una corrupción que, lejos de surgir de improviso, ha sido posible gracias a vacíos normativos, fallas de control, omisiones reiteradas y una cultura administrativa permisiva que ha tolerado prácticas ilícitas durante años.
El concepto de corrupción estructural implica que el problema no radica únicamente en la conducta delictiva de uno o varios funcionarios, sino en un diseño institucional debilitado que permite, facilita o incluso incentiva la apropiación indebida de los recursos públicos.
En Senasa, entidad que administra fondos destinados a garantizar el derecho fundamental a la salud, estas fallas se manifestaron de manera especialmente grave, pues convirtieron una institución esencial para la población vulnerable en un espacio capturado por redes de corrupción.
Durante años, los sistemas internos de supervisión evidenciaron debilidades notorias: controles contables poco rigurosos, procesos de verificación superficial, ausencia de auditorías sistemáticas y un uso discrecional de facultades administrativas. Estas fallas no solo permitieron que el fraude se consolidara, sino que dificultaron su detección, generando un ambiente donde la irregularidad se normalizó y la ilegalidad se volvió práctica cotidiana.
La corrupción estructural no surge en el vacío. Requiere condiciones institucionales que la hagan posible: falta de profesionalización del servicio público, debilidad en los procesos de reclutamiento y evaluación, cultura de impunidad, limitada capacidad sancionatoria y, sobre todo, ausencia de controles externos robustos. Cuando estos elementos convergen, las instituciones pierden su capacidad de autoprotección y quedan expuestas a ser instrumentalizadas por intereses particulares.
El caso Senasa también revela un elemento crítico: la falta de blindaje institucional frente a interferencias políticas. La dependencia jerárquica, la discrecionalidad en los nombramientos y la ausencia de carreras administrativas fortalecidas fomentan vulnerabilidades que pueden traducirse en capturas institucionales.
Cuando una entidad pública fundamental no opera bajo parámetros estrictos de meritocracia, profesionalización y control, se convierte en un escenario propicio para la corrupción.
La permisividad estatal y la falta de una cultura administrativa rigurosa contribuyeron a que el fraude se desenvolviera con total normalidad. La ausencia de sanciones tempranas, la falta de seguimiento a las alertas internas y el silencio institucional frente a señales de irregularidad alimentaron la expansión del esquema ilícito.
La corrupción, en este contexto, no fue un accidente, sino una consecuencia lógica de un sistema debilitado.
Uno de los efectos más graves de la corrupción estructural es el deterioro de la capacidad operativa del Estado. Cuando instituciones como Senasa se ven infiltradas por redes ilícitas, su misión esencial queda comprometida. Se pierden recursos que debían destinarse a proteger la vida y la salud de la población; se vulnera la confianza ciudadana; y se proyecta la imagen de un Estado incapaz de cumplir con sus funciones esenciales.
El impacto no se limita al daño económico. La corrupción estructural genera un círculo vicioso en el que la falta de controles alimenta nuevas prácticas ilícitas y estas, a su vez, erosionan aún más los mecanismos institucionales de prevención. Este ciclo debe ser roto mediante reformas profundas, no con medidas aisladas o reacciones coyunturales que solo buscan controlar el costo político del escándalo.
Superar la corrupción estructural exige transformar la arquitectura institucional del Estado. Esto implica fortalecer los sistemas de auditoría interna y externa, profesionalizar la función pública, crear mecanismos de transparencia vinculantes, reducir la discrecionalidad administrativa y garantizar la independencia real de los órganos de control.
Sin estas reformas, el caso Senasa no será el último, sino simplemente uno más en una larga cadena de episodios lamentables.
La República Dominicana enfrenta una oportunidad histórica para revisar sus estructuras administrativas y corregir las fallas que permitieron este latrocinio.
Senasa debe convertirse en un punto de inflexión que impulse una reforma profunda del Estado, orientada a erradicar la corrupción estructural y a garantizar que las instituciones públicas operen con transparencia, eficiencia y plena integridad. Ese es el mandato constitucional y la exigencia legítima del pueblo dominicano.
