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22 de diciembre 2025
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OpiniónPablo ValdezPablo Valdez

Gratitud e incondicionalidad

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• Porque la universidad es otra cosa

En el devenir humano, atravesar situaciones financieras extremas, enfrentar enfermedades propias o de seres queridos, o asumir el peso irreparable de la muerte de personas amadas, constituye un itinerario que prueba la fortaleza interior y la calidad de los vínculos. En esos momentos críticos, la presencia solidaria de quienes extienden una mano oportuna —sea mediante apoyo material, acompañamiento afectivo o simple cercanía humana— adquiere un valor ético incomparable. Ese gesto, que a veces llega cuando ya se ha agotado la autosuficiencia, funda el terreno propicio para la gratitud y la incondicionalidad.

La gratitud es, en su núcleo, una disposición moral y afectiva. Implica reconocer el bien recibido —material, simbólico o espiritual— y responder con una actitud que supera el agradecimiento protocolar: supone memoria ética, humildad ante la interdependencia humana y justa reciprocidad. En la tradición filosófica, la gratitud se entiende como una virtud relacional, pues revela la conciencia de que nadie se construye en aislamiento y de que nuestra madurez se halla atravesada por la huella de otros.

En el ámbito de la teología bíblica, la gratitud es también una forma de ordenar el corazón ante la gracia. Al reconocer que “todo don perfecto desciende de lo alto”, el ser humano sitúa su vida en la perspectiva del don, de lo no debido, de lo inmerecido. Por eso la gratitud no es una emoción efímera, sino una actitud ética estable que reorienta la existencia hacia el bien y hacia el reconocimiento del otro como coautor de nuestros logros y esperanzas.

Complementariamente, la incondicionalidad representa la forma más elevada del compromiso humano. No se trata de una devoción ciega ni de abdicación del juicio crítico; es la capacidad de sostener un vínculo, un deber o una lealtad sin someterlos a los vaivenes de las conveniencias momentáneas. La incondicionalidad expresa coherencia interior: permanecer cuando no es rentable, apoyar cuando nadie mira, ser fiel cuando la situación se vuelve árida.

Conviene advertir, sin embargo, que estas dos virtudes —tan valiosas y escasas en la vida contemporánea— no son transferibles horizontalmente. Nadie puede exigir gratitud ni reclamar incondicionalidad como si se tratara de un derecho adquirido. Lo que sí puede ocurrir es una transferencia vertical o genealógica, en el sentido de que quienes han recibido gestos nobles pueden extenderlos a la familia, al nombre o al legado de quien los practicó. En esa transmisión, no hay obligación, sino reconocimiento: es la memoria ética que honra la conducta de quien un día ofreció solidaridad cuando más se necesitaba.

Así, gratitud e incondicionalidad no son solo respuestas virtuosas; son formas de humanización profunda. Cuando se ejercen con autenticidad, transforman la vida de quien las practica y de quien las recibe. Y, en última instancia, revelan que en la universidad de la existencia —esa donde se aprende lo esencial—, la grandeza moral sigue siendo la asignatura que define la diferencia.


Por Pablo Valdez

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