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13 de mayo 2024
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OpiniónErnesto JiménezErnesto Jiménez

¡El germen histórico de la división!

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“La división en los pueblos es causa precisa de su desolación”. Agustín de Iturbide

“Aquel que no conoce la historia, está condenado a repetirla”, es una famosa frase atribuida a Napoleón Bonaparte, que a pesar de su sencillez, encierra siglos de conocimiento sobre el accionar de los hombres, tanto a nivel colectivo como individual. Estas palabras cobran mayor relevancia debido a que usualmente la historia es implacable cuando se inobservan ciertos tipos de preceptos esenciales.

Uno de estos interesantes criterios históricos, que por cierto, suelen producir resoluciones brutales e inevitables, se da cuando en la resolución de conflictos internos se cae en la peligrosa tentación de acudir a elementos externos –muchas veces adversos- para tener ganancia de causa contra el oponente local. Esta clase de escenario ha determinado el devenir de la humanidad desde los inicios mismos de la vida en sociedad. Es lo que podríamos llamar un dilema político fundamental, del cual existen incontables ejemplos, pero que por motivos de espacio, vamos a mencionar tan solo 2 que nos parecen aleccionadores.

En el año 166 a. C. en la antigua Grecia, las interminables diatribas de sus ciudades-estado, propiciaron la intervención en sus asuntos internos de una potencia externa llamada Roma. Los aqueos, desesperados ante el poder macedonio, solicitaron ayuda romana para vencer a su temible rival y mantener su independencia. El resultado final fue, efectivamente, la derrota de Macedonia por parte de los romanos, pero esta supuesta ayuda llegó a un precio demasiado alto, porque los romanos, una vez inmersos en la política interna griega, decidieron conquistar la península y apoderarse de todo el mundo helénico. Lo cual lograron en el año 146 a. C. cuando destruyeron la ciudad de Corinto y convirtieron la antigua Hélade en una provincia romana, eliminando de esta manera, los sueños de autonomía y libertad que albergaban los griegos.

Otro ejemplo paradigmático de este precepto fundamental lo encontramos en una época mucho más reciente. En 1979, Maurice Bishop derrocó el gobierno autocrático de Erick Gairy en Grenada. El triunfo del movimiento revolucionario “New Jewel” de Bishop despertó grandes esperanzas en la población y en toda América Latina. Lamentablemente, no obstante los logros de la revolución, los celos de poder y la ambición generaron malestares que dividieron a los principales líderes del movimiento: el carismático Maurice Bischop y el calculador Bernard Coard.

Ambos líderes eran brillantes y talentosos, incluso, eran amigos desde la infancia y se conocían bastante bien. En un principio, los dos trabajaron cónsonamente en pos de un ideal, de un propósito más alto que sus propias pequeñeces. Sin embargo, luego de alcanzar el poder sus posiciones políticas e ideológicas se distanciaron y el enfrentamiento interno se hizo inminente. Coard desplazó a Bishop del liderazgo del gobierno, pero éste, al verse derrotado políticamente utilizó su inmensa popularidad en el seno del pueblo, para alentar una insurrección armada. La respuesta de la facción de Bernard Coard fue brutal, pues al valerse del poder militar del Estado terminó aplastando las fuerzas de Bishop y posteriormente lo fusiló en forma sumaria.  Ante el caos interno imperante, los Estados Unidos aprovecharon para intervenir militarmente ese país y asfixiar, de esta forma, la libertad que en principio propició el movimiento revolucionario.

Como pudieron observar, en ambos casos históricos, la ambición desmedida, unida al resentimiento y la insensatez, jugaron un papel preponderante para que los actores en pugna, cegados por los celos y el rencor, prefirieran buscar apoyo externo para así destruir a sus adversarios internos, en intentos desesperados de mantener a toda costa el poder. El resultado de estas decisiones fueron siempre nefastos, pues al final de cuentas, los factores externos impusieron sus intereses por encima de las apetencias de aquellos que solicitaron su intervención. Por lo que terminaron destruyendo las ambiciones de todos los sectores internos en pugna y sepultaron cualquier posibilidad de autodeterminación de esos pueblos.

La moraleja es simple y contundente. Nuestros pueblos deben aprender a dirimir sus desafíos colectivos de manera institucional, democrática y organizada; o de lo contrario, prepararse para perderlo todo, con el agravante, de que no quedará ni siquiera el consuelo de no haber tenido por advertida esta terrible lección.

 

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