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30 de diciembre 2025
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OpiniónJosé Peña SantanaJosé Peña Santana

Entre la unidad teatral y la soberanía real: El Estado debe decidir

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La tan anunciada reunión que convocara el actual presidente de la República, Luis Abinader, a los expresidentes Leonel Fernández, Danilo Medina e Hipólito Mejía, para socializar sobre la avanzada descomposición del vecino país haitiano, se produjo después de un hecho de alto valor geopolítico, como lo es la visita del presidente Abinader a Washington para reunirse con el Secretario de Estado de los Estados Unidos, Marcos Rubio. A pesar de que los pormenores oficiales de dicho encuentro no han sido revelados, todo lleva a suponer que la situación haitiana, por el impacto regional que representa, debió haber ocupado un lugar de principalía en la conversación.

El encuentro con los expresidentes fue efectuado en la sede que aloja el Ministerio de Defensa de las Fuerzas Armadas Dominicana, debido a la advertencia del expresidente Leonel Fernández, de que no es prudente celebrarlo en el Palacio Nacional, dejando claro que participaría, siempre y cuando fuese en otro lugar y sugirió que invitaran al Consejo Económico y Social CES, para un diálogo abierto, y constructivo de política de Estado y no una manipulación comunicacional para evadir responsabilidades.

Al concluir el encuentro anunciaron la aprobación cuatro puntos: establecer mesas bilaterales de trabajo para formular una política nacional sobre Haití; convocar al Consejo Económico y Social (CES) como espacio de concertación más amplio; remitir informes periódicos de seguridad a los expresidentes; y promover una política exterior común frente a la crisis haitiana. No obstante, los compromisos carecen de un calendario definido, responsable institucional o líneas de acción concretas, lo que reduce su impacto inmediato y plantea el riesgo de que todo quede en una declaración bien intencionada pero estéril.

Esto hace imaginar que el presidente Abinader podría salir inicialmente beneficiado, aparentando una proyección como un líder abierto al consenso en temas tan delicados como la migración irregular y la seguridad fronteriza. Pero, trata de endosar una parte de su responsabilidad política a esas figuras que no poseen poder ejecutivo, sin haberle presentado tan siquiera una cuartilla de ruta clara que responda a las urgencias nacionales.

En el caso de Hipólito Mejía y Danilo Medina, quienes están constitucionalmente impedidos para aspirar una vez más a la presidencia de la República, han participado sin correr ningún riesgo político. Aun cuando su presencia fortalece la legitimidad del proceso, eso no los compromete con los resultados, independientemente de cuáles sean.

En cambio, Leonel Fernández se enfrenta a una circunstancia diferente. Ya que es el único de los expresidentes con posibilidad legal y cierta para postularse nuevamente a la presidencia de la República. Por tanto, su participación debe preservar su autonomía política. De hecho, lo logró al marcar distancia desde el inicio, al advertir que no era prudente acudir al Palacio Nacional. Y de igual manera, cuando propuso, con éxito, que al diálogo fueran invitados el CES más la integración de los sectores empresariales, sociales y profesionales.

Como señalamos en una entrega anterior, la frontera dominicana sigue siendo porosa; la verja perimetral no avanza al ritmo prometido; las deportaciones son intermitentes y, en ocasiones, selectivas; mientras las redes de trata y tráfico humano operan con una impunidad alarmante.

Nos preocupa sobremanera que este llamado a “unidad nacional” no sea más que la instrumentación de una plataforma en miras de una reforma migratoria velada que procure la normalización de los ilegales bajo la cuartada del humanismo, respondiendo a la presión del empresariado que contrata braceros sin identidad conocida. Entendemos que el mejor instrumento para ordenar los flujos migratorios es la Ley General de Migración, aunque esta es débil y más aun intencionalmente ignorada, como dice la máxima jurídica, “La ley que no se aplica no existe”. Es inaceptable pretender que con un diálogo maniobrado se pueda repartir entre todos los actores políticos el costo de una regularización masiva, torcida, sin una real consulta pública, carente de transparencia e irrespetando la soberanía nacional.

El rol de los partidos de oposición no es acompañar silenciosamente al gobierno, sino edificar al país sobre los errores que este comete, denunciando las omisiones y solo cuando sea preciso señalar caminos alternativos en beneficio del bien común. Leonel Fernández lo ha hecho así, y el pueblo comprende su firmeza; no lo hace para obstruir, lo hace como garantía de legalidad, sensatez y equilibrio democrático.

El país lo que necesita es una correcta aplicación de la ley migratoria, que se controle la frontera con la tecnología de última generación y que haya una efectiva presencia militar que sepa jugar el rol que le indica la defensa y seguridad nacional; que haya una depuración del registro civil en las fronteras con la aplicación del registro biométrico aplicable a todo el que atraviese la frontera; que se respete sin excepciones nuestra soberanía nacional.

El país evaluará ese llamado a la “unidad nacional” no por su retórica, sino por los resultados tangibles. Si este diálogo llegase a producir medidas firmes y estructurales, será apreciado, valorado y recordado como un punto de inflexión en la defensa de la seguridad y soberanía nacional; pero si, por el contrario, esto solo se queda en discursos vagos y reuniones simbólicas, será la historia, y no las luces de las cámaras, quien lo juzgue como un acto cosmético frente a una tragedia que exige, y ruega, acción firme del Estado.

Por: José Peña Santana.

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