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25 de diciembre 2025
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OpiniónDomingo Núñez PolancoDomingo Núñez Polanco

El valor de la palabra empeñada

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De la serie: Reflexiones para un País Posible

Este texto nace de una urgencia que llevamos en el alma: la necesidad de pensar el país más allá de la queja, más allá del escándalo cotidiano, más allá del olvido. Son tiempos en que muchas palabras han perdido valor, en que la promesa es moneda sin respaldo y la coherencia parece un lujo de otros tiempos. Pero aún creemos que es posible otro rumbo. Creemos en la fuerza de la palabra empeñada, en el compromiso con el país, en el ejemplo de quienes nos precedieron.

Aquí compartimos reflexiones breves, meditadas, con el anhelo de que despierten conciencia, convoquen al diálogo y nos devuelvan, poco a poco, el alma de la nación. No hay fórmulas mágicas, pero sí convicciones que sostienen. Hablamos de coherencia, de identidad, de soberanía, de cultura y también de esa ternura cívica que hace falta para mirar al otro como hermano.

Duarte, Luperón, Bosch y tantos patriotas nos legaron principios, no discursos vacíos. Por eso, este artículo no busca adornos, sino sustancia. Son palabras dichas desde Bonao, con voz propia, con respeto por la historia y con esperanza en la juventud que viene.

En estos tiempos donde tantas veces se usan las palabras para confundir, para dividir o para justificar lo injustificable, creemos que vale la pena empeñar la palabra —con el honor de quien sirve— para defender lo esencial: la dignidad, la identidad y el alma de nuestro pueblo.

Que estos textos de la serie de un País posible sirvan como testimonio y como siembra. Que no quede en el olvido, sino que camine, como camina la esperanza, hacia los corazones de quienes aún creen que un país justo, ético y posible es más que una utopía: es un deber inaplazable
Que este esfuerzo sea una semilla más en el surco de los que no se rinden.

El valor de la palabra empeñada

Hubo un tiempo en que la palabra bastaba. No hacía falta papel firmado ni testigos presentes.

Un apretón de manos, una mirada franca, un «te lo prometo» eran suficientes para sellar acuerdos entre personas. No porque fueran santos, sino porque sabían que perder la palabra era perderse a uno mismo.

La palabra empeñada era, en muchas casas, una extensión del honor. Se aprendía en silencio, viendo a los mayores cumplir sin alardes lo que habían dicho. Se aprendía en las conversaciones entre vecinos, en los mercados, en las promesas hechas al caer la tarde, cuando alguien decía «mañana paso por ti» y pasaba.

Hoy, en cambio, la palabra parece estar devaluada. Promesas rotas, compromisos huecos, declaraciones que se olvidan tan pronto como se emiten. Desde lo íntimo hasta lo público, el compromiso con lo que se dice ha dejado de ser un deber ético para convertirse en una estrategia momentánea. Decimos para salir del paso, para quedar bien, para no quedar mal. Pero decir sin cumplir es decir en vano.

En nuestro país, uno de los obstáculos más serios para avanzar hacia una sociedad más justa y digna ha sido precisamente la falta de coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Muchos políticos dominicanos han caído —y siguen cayendo— en la trampa del discurso vacío. Prometen durante las campañas, juran transformar el país, pero cuando llegan al poder, su conducta contradice sus palabras. Esto ha generado una profunda crisis de confianza en la ciudadanía, especialmente entre los más jóvenes, que miran con escepticismo a líderes y candidatos, dudando de todo compromiso expresado en voz alta.

La incoherencia entre el decir y el hacer ha erosionado el valor mismo de la palabra. El profesor Juan Bosch, con la lucidez que lo caracterizaba, solía advertir: “Quien dice una cosa y hace otra podría terminar en loco”. Más que un juicio individual, era un llamado de atención colectiva. Porque cuando la clase política pierde la coherencia, el pueblo pierde la fe. Y sin fe en la palabra, no hay democracia sana, ni liderazgo verdadero, ni comunidad confiable.

Y sin embargo, necesitamos restaurar ese valor. No como gesto nostálgico, sino como acto de resistencia ética. Porque cuando un pueblo pierde la fe en la palabra, pierde también su capacidad de confiar. Y sin confianza, no hay comunidad posible.

Recuperar el valor de la palabra empeñada implica enseñar con el ejemplo: decir lo que se piensa, prometer lo que se puede cumplir, y cumplir incluso cuando cuesta. No se trata de heroísmos. Se trata de coherencia. Se trata de entender que la palabra no es un simple sonido: es una promesa, es un puente, es una semilla.

Quizás no podamos cambiar de golpe la cultura de la desconfianza, pero sí podemos sembrar otra. Que nuestros hijos y nietos vean que en nuestra casa, lo que se dice, se cumple. Que entiendan que la palabra tiene peso, tiene historia, tiene alma.

Un país posible comienza por ahí: por la recuperación de la palabra dada. Porque donde hay palabra que vale, hay humanidad que se honra. Y donde la palabra vale, el porvenir es más que una ilusión: es una obra en marcha.


Por Domingo Núñez Polanco

Desde Bonao, la Villa de las Hortensias
Noviembre, 2025

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