Sentado en el parque San José, observaba la estatua de Fran Antón de Montesinos quien dio inicio a la globalización de los Derechos humanos, al exigir derechos de los vulneravilizados pobladores originario, allí con una botella de agua en la mano, esperaba un taxi, el aire cálido y cargado de polvo del Sahara me envolvía, obligando a cada sombra a convertirse en refugio
Los árboles, pesados bajo el sol de la tarde, apenas ofrecían un alivio intermitente. Las hojas se mecían con un ritmo lento, incapaces de disipar el sofocante calor. A mi frente, dos señores debatían sobre el escenario mundial, gesticulando con la confianza de quienes han seguido la historia por décadas. A mi izquierda, la vida fluía sin pausa: transeúntes con prisa atravesaban la plaza, algunos buscando sombra, otros inmersos en sus teléfonos.
A mi derecha, un afrodescendiente vendedor ambulante con manos curtidas por el sol acomodaba su mercancía: güiras de diversos tamaños, cada una tallada con esmero, listas para ser vendidas a los turistas que merodeaban por la zona. Tocándolas, les mostraba el sonido que producían a un extranjero de pantalón corto y gafas oscuras. El turista sonreía, probaba el instrumento y comentaba algo en inglés que el vendedor respondía con un gesto afirmativo, aunque quizás no entendiera del todo sus palabras.
Pero entonces, el ambiente se quebró, desde un autobús estacionado a pocos metros, un grupo de agentes de migración descendió con pasos firmes, rompiendo la armonía del parque. Sus uniformes relucían bajo el sol, y su determinación era palpable. La mirada del vendedor de güiras cambió en un instante.
Los agentes avanzaron directo hacia él, ignorando a los turistas que aún sostenían sus instrumentos en las manos. Sin mediar palabras, le cerraron el paso, le marcaron con su autoridad un límite que otros no tenían que cruzar.
Los turistas permanecieron inmóviles, observando la escena con curiosidad, pero sin intervenir. Nadie les pidió identificación, nadie verificó su estatus migratorio, solo el vendedor de piel oscura, que no era visitante sino parte de la ciudad, fue objeto de la interdicción migratoria.
Miré entonces hacia la estatua de Montesinos. Su figura parecía proyectar una sombra más profunda sobre el suelo, como si la historia se hiciera presente en ese preciso instante. Si pudiera hablar, volvería a repetir su pregunta que desafió a los poderosos:
«¿Acaso no son humanos?»
Pero esta vez, no solo preguntaría. Montesinos alzaría la voz con la misma fuerza con la que lo hizo en 1511, cuando enfrentó a los conquistadores desde el púlpito de Santo Domingo diciéndoles «Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia…..? (…) ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen almas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos?» y tronaría con la misma fuerza con la que desafió a los conquistadores hace más de cinco siglos. Diciendo «Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia apresáis a este hombre solo por su origen? ¿Por qué vuestra autoridad distingue al extranjero de piel clara del vendedor que es parte de esta tierra? ¿Acaso no son todos iguales ante la dignidad? ¿No tienen alma? ¿No sienten miedo? ¿No trabajan y luchan como cualquiera por su sustento? ¿No estáis obligados a tratarlos con la misma humanidad con la que exigiríais ser tratados? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo?
Montesinos no solo hablaría, interpelaría, porque su mensaje no fue un simple reclamo, sino un grito que sacudió la conciencia de una era. Y hoy, su voz sigue esperando una respuesta.
Su sermón, pronunciado hace más de cinco siglos, sigue resonando en cada acto de discriminación, en cada injusticia, en cada violación al debido proceso, que se perpetúa bajo el disfraz de legalidad. Antes fueron los taínos, forzados a la servidumbre, despojados de su tierra y de su dignidad. Hoy, los migrantes haitianos enfrentan otra forma de marginación: la precariedad, el miedo y la invisibilización.
El derecho del Estado dominicano a establecer controles migratorios es legítimo. Todo país tiene la facultad de organizar su política de ingreso, residencia y trabajo de extranjeros. Pero ese derecho no debe traducirse en atropello, discriminación ni violación a los principios fundamentales de los derechos humanos.
Si Montesinos hablara hoy, nos interpelaría con la misma crudeza: ¿Hasta cuándo permitiremos esta injusticia?
Las deportaciones masivas y el discurso de criminalización no solucionan los problemas estructurales; solo perpetúan el miedo y fragmentan la sociedad. El verdadero desafío es encontrar un equilibrio entre el control migratorio y el respeto absoluto a la dignidad de cada persona, sin importar su origen.
La notificación en mi teléfono interrumpió el pensamiento que aún giraba en mí, imposible de ignorar. Me levanté, tomé mi botella de agua y avancé hacia el vehículo, pero antes de abrir la puerta, giré por instinto.
Montesinos seguía ahí.
El vendedor de güiras ya estaba montado en el autobús, los turistas seguían ahí, la mirada de la estatua aún esperando una respuesta.
El taxi arrancó, pero su pregunta, como su sombra sobre Santo Domingo, no se desvaneció.
«¿Acaso no son humanos?»
El autor es abogado, magister en Seguridad y Defensa Nacional, especialista en Derechos Humanos y Derecho Internacional humanitario, doctorando en derecho Administrativo iberoamericano, coordinador del Observatorio de Seguridad y Defensa-RD
Por Juan Manuel Morel Pérez
j.morelperez@gmail.com
Twitter @ElgranMorel
