En este país, el dólar no es solo una moneda extranjera. Es el termómetro de nuestros miedos, la medida de nuestra esperanza, y la excusa perfecta para que todo lo que compramos —del pan al pasaje, de la medicina al combustible— suba como la espuma. Hoy, cuando supera los RD$64, la gente lo comenta en la esquina como quien habla del clima, pero con el estómago apretado porque sabe que mañana lo que ayer costaba 100 ya costará 120.
El Banco Central asegura que no hay crisis, que todo está bajo control. Lo repite como un mantra: “estabilidad, robustez, confianza”. Pero la realidad no se mide en ruedas de prensa. Se mide en la doña que ya no puede comprar la misma canasta básica de hace un mes, en el colmado que sube la leche porque el suplidor le cobró más, en el joven que recibe su sueldo fijo en pesos pero ve cómo el dólar le recuerda que cada día su esfuerzo vale menos.
La explicación técnica está ahí: factores internacionales, inflación en Estados Unidos, tensiones globales, alta demanda de divisas para importar. Pero lo que el pueblo entiende es más sencillo: el peso no rinde. Y si el peso no rinde, la paciencia tampoco.
Claro, hay quienes ganan con este juego. El que recibe remesas desde Nueva York ahora cambia y obtiene más pesos. El exportador celebra porque cada dólar que entra le deja más margen. El turismo sonríe porque para el extranjero con dólares, todo aquí se abarata. Pero, ¿y la mayoría? La mayoría importa más de lo que exporta, gasta más de lo que recibe, y sufre la inflación como una condena que nunca pidió.
El gobierno enfrenta una verdad incómoda: en la historia reciente, es bajo esta gestión cuando hemos visto uno de los dólares más altos. Y no importa cuántas veces digan que es “normal” o “estacional”; para la gente no hay consuelo en tecnicismos. El bolsillo habla un idioma que no entiende de discursos.
El descontento se siente. La queja no está solo en redes sociales, también en las guaguas, en los pasillos de los mercados, en los pasajes que suben de un día para otro. Y aunque algunos ven el dólar caro como un simple reflejo de la economía global, el dominicano lo traduce en algo más concreto: un gobierno que no puede frenar lo que más le duele.
El dólar no es culpable. El problema es la dependencia: importamos lo que comemos, lo que usamos, lo que soñamos. Producimos poco y gastamos mucho. Y en ese desbalance, el billete verde se vuelve juez y verdugo.
La pregunta es simple: ¿hasta dónde aguantará la gente? Porque la paciencia, como el peso, también se devalúa.
Por Ann Santiago
